¿Trescientos años de calma no bastan?
Nacemos dos veces: cuando venimos al mundo, y cuando tomamos el control de nuestra vida. Han pasado quince meses desde el desconocimiento del capitán general Emparan el 19 de abril de 1810, funcionario que había sido nombrado por el invasor francés de España, José Bonaparte. No hay que descalificar la estratagema: toda revolución comienza como intento de reforma moderada que es brutalmente atropellado por el poder.
Para nuestras independencias aprovechamos un juego planetario que se libra desde el Descubrimiento: cuando una potencia intenta la hegemonía en Europa y por consiguiente en el mundo, Inglaterra se alía con las demás para impedírsela. Así desbarata las emergentes hegemonías de España, Holanda y Francia. Para inhabilitar las flotas de su rival, Napoleón declara un bloqueo de los puertos europeos.
Portugal, cuyo comercio está en manos de los ingleses, se niega a unirse a él. Con la excusa de cerrar los puertos lusitanos, Francia invade España. Pelea de imperios es oportunidad para revoluciones. La indefinición no es eterna. Llega la hora de la verdad.
Libre comercio y exención de impuestos. ¿Qué hace la Junta Suprema instalada el 19 de abril de 1810 durante este interregno? En lo político, trata de consolidar la unidad entre las provincias, pero paradójicamente les reconoce autonomías federativas. En lo económico dicta medidas que favorecen el anhelado libre comercio: permite la libre importación de instrumentos agrícolas, elimina los impuestos de alcabala sobre bienes de primera necesidad y alimentos, y el de exportación. En lo social, exceptúa de tributos a los indígenas e ilegaliza el tráfico de esclavos, pero no la esclavitud.
Diplomacia impetuosa
En lo internacional, la Junta envía misiones a Estados Unidos e Inglaterra. La última, integrada por Andrés Bello, López Méndez y Simón Bolívar, es financiada por el futuro Libertador. El 17 de julio de 1809 el impetuoso joven expone ante sir Richard Wellesley, titular del Foreign Office, la posición de la Junta de Caracas de defender los derechos de Fernando VII, pero añade que para ello se ha de desconocer a las Cortes de Cádiz.
El funcionario británico le señala que las instrucciones que la misión lleva no se extienden al desconocimiento de la Corona de España. Inglaterra, principal interesado en la libertad de comercio con Iberoamérica, no puede en ese momento obrar abiertamente contra España, su aliada en el conflicto con Napoleón.
Preparación de la defensa
El fracaso de las misiones diplomáticas hace temer un conflicto armado. En lo estratégico, la Junta reorganiza el gobierno militar, que para noviembre de 1811 cuenta con 23.064 efectivos, la mayoría sin armas y dirigidos por una oficialidad clasista. El 31 de diciembre de 1810 nombra teniente general de los Ejércitos de Venezuela a Francisco de Miranda, a quien Bolívar ha convencido de regresar desde Londres.
Representantes oligarcas
La Junta podría prolongar su cómoda indefinición. En lugar de eso, apela a la misma voluntad popular que invocó el 19 de abril, para constituir un órgano que la exprese de manera más perfecta. Entre octubre y noviembre de 1810 convoca a elecciones. Durante la Colonia funcionaron instituciones con visos representativos, como los cabildos. Según principios ya republicanos, la Junta convoca a elegir representantes para un Supremo Congreso de las Provincias Unidas de Venezuela, con un diputado por cada 20.000 electores.
Pero sólo pueden elegir y ser elegidos los ciudadanos libres mayores de 25 años, varones y propietarios de inmuebles. Están excluidos indígenas, esclavos, pardos y mujeres. La suerte del país la decidirá una especie de club de propietarios. El plan es que todo siga igual, salvo la sujeción a España. El resto de la población decidirá otra cosa.
Oponeros a toda otra dominación
Al encargarse, los flamantes elegidos se dirigen en procesión hasta la catedral de Caracas, donde el arzobispo Coll y Prat les impetra: “juráis de Dios por los Santos Evangelios que vais a tocar, y prometéis a la patria conservar y defender sus derechos y los del señor don Fernando VII sin la menor relación, o influxo con la Francia; independientes de toda forma de gobierno de la península de España; y sin otra representación que la que reside en el Congreso General de Venezuela: oponeros a toda otra dominación que pretenda extender soberanía en estos países, o impedir su absoluta y legítima independencia, cuando la Confederación de sus provincias lo juzgue conveniente”.
Facultades para esta declaratoria
Los elegidos se reúnen desde el 2 de marzo de 1811 en Caracas para integrar el Supremo Congreso de las Provincias Unidas de Venezuela, con 3 diputados por Barcelona, 9 por Barinas, 24 por Caracas, 4 por Cumaná, 1 por Margarita, 3 por Mérida y 1 por Trujillo. Se niegan a integrarlo las provincias de Coro, Maracaibo y Guayana. Los revoltosos caraqueños dominan la asamblea. Las barras agitan a favor de la independencia, amenazan a sus adversarios.
Todavía discute el diputado Francisco Javier Yanes si la abdicación de Fernando VII fue violenta, en cuyo caso sus derechos debían permanecer incólumes, o sostiene el diputado de la Grita Manuel Vicente Maya sobre la independencia que “no considera al Congreso con facultades para esta declaratoria, porque la convocación hecha a los pueblos fue para que eligiesen sus representantes para formar el cuerpo conservador de los derechos de Fernando VII”.
La piedra fundamental de la libertad americana
Paralelamente con esta asamblea funciona la Sociedad Patriótica, compuesta por los más vehementes independentistas, cuyas deliberaciones no producen acuerdos obligatorios, pero ejercen tal influencia que en su célebre discurso del 3 de julio, Simón Bolívar se ve obligado a aclarar: “no es que haya dos congresos
¿Cómo fomentarán el cisma los que más conocen la necesidad de la unión? Lo que queremos es que esa unión sea efectiva para animarnos a la gloriosa empresa de nuestra libertad. Unirnos para reposar y dormir en los brazos de la apatía, ayer fue mengua, hoy es traición”.
Son palabras que definen el destino de un mundo.