El intelectual

1.627

Nieves y Miró Fuenzalida

Históricamente tendemos a pensar que el intelectual es aquella criatura que surge de la academia. Y no sin razón. Las cátedras en el siglo XIX proporcionaron la oportunidad de seguir líneas de investigación con impunidad, sin temor a ser censurado, desafiando las creencias establecidas que pasan por verdades universales. Hoy día, este valor académico parece estar en su etapa terminal, cuando los intereses del mercado y las ideologías dominantes empiezan a determinar los objetivos académicos sin mucha consideración por lo que conocíamos como “autonomía intelectual”, algo esencial para quien vive de la producción y distribución de ideas.

Si no recordamos mal, en los años 60’s la figura más reconocida del intelectual era la representada por ese extraordinariamente atractivo escritor, filosofo y activista Jean Paul Sartre. A pesar de escuchar ciertas declaraciones en algunos círculos sobre la anulación del intelectual, éste sigue siendo relevante hoy día al igual que en los 60’s. Y una de las razones de ello es que el intelectual “clásico” o “universal”, como se le llamaba en aquella época, todavía se puede ver vivo y coleando en este mundo posmoderno. Puede ser reinterpretado y reinscrito, pero no erradicado.

Sartre, después del evento de 1968, abandona el “concepto clásico” de la figura del intelectual a favor de uno comprometido con la lucha social. La división del trabajo que opera en la sociedad moderna, dice, significa que diferentes tareas que tomadas en conjunto constituyen la praxis, son separadas y asignadas a diferentes grupos de especialistas. Estos especialistas tienen control sobre la evaluación de los usos a los que ponen a su conocimiento y su realización se deja a las clases trabajadoras, con excepción del cirujano. Estos teóricos no son intelectuales, aunque es de este grupo de donde muchos de ellos salen.

El “intelectual” es, según Sartre, alguien que se da cuenta de la oposición entre una búsqueda de verdad práctica, con todas las normas que implica, y una ideología dominante, con su sistema de valores tradicionales. Si el técnico del conocimiento acepta la ideología dominante o se adapta ella, entonces no es un intelectual, sino meramente un funcionario subalterno de la súperestructura, un teórico práctico de la clases dominante. Pero… “si el técnico del conocimiento práctico toma consciencia de la particularidad de su ideología y no puede reconciliarse con ella, entonces el agente del conocimiento práctico se convierte en un monstruo, es decir, un intelectual, alguien que atiende a lo que le preocupa y a quien otros se refieren como hombre que interfiere en lo que no le concierne”.

Esta es la razón de por qué para Sartre no se puede tener un intelectual que no sea de izquierda. Su papel es liberarse a sí mismo de esta ideología. Pero, esto no puede hacerlo simplemente estudiándola, porque es “su propia ideología”. La única forma en que el intelectual pueda realmente distanciarse de la ideología dominante es adoptando el punto de vista de sus miembros más desfavorecidos. Los intelectuales, de esta manera, calman sus consciencias culpables mediante el uso del conocimiento y poder que han adquirido como miembros de la burguesía y de su propio condicionamiento como pequeño burgués.

Las clases desfavorecidas están en contradicción con la de la burguesía, al igual que la clase intelectual, pero carece del conocimiento técnico o, mejor aún, de la consciencia reflexiva de su situación. En consecuencia, no pueden hablar por sí mismas. Necesitan intelectuales para hablar por ellas y dar expresión a su causa revelando la verdadera naturaleza de su situación.

El problema con ésto, sin embargo, es… ¿ por qué el intelectual posee esta consciencia superior?, ¿qué es lo que exactamente legitima el reclamo intelectual para saber más acerca de las clases desfavorecidas de lo que ellas mismas saben? Sartre reconoce explícitamente esta falta de legitimidad. El intelectual, dice, no tiene mandato de nadie. Pero, es precisamente la naturaleza contradictoria de la situación del intelectual la que le proporciona una función. Las contradicciones intelectuales son las contradicciones inherentes a cada uno de nosotros y a toda la sociedad. Al esforzarse por lograr una consciencia reflexiva de su situación, el intelectual hace un esfuerzo para lograr consciencia para todos.

Todo esto esta muy bien, pero la pregunta persiste: ¿qué evidencia tenemos de que las contradicciones del intelectual son los de la sociedad en su conjunto? Y, mejor aún, ¿cuales son los medios con los que el intelectual logra una consciencia reflexiva mejor y más profunda que cualquier otro? Sartre nunca se planteó estas preguntas. Simplemente dio por sentado que el intelectual puede actuar como el guardián de la emancipación o humanización del ser humano.

Esta narrativa sartriana marxista sólo puede mantenerse impidiendo que las clases desfavorecidas se conviertan en narradores de su propia historia, restringiéndolas a las posiciones de meros destinatarios. El intelectual acaba hablando por las clases oprimidas, imponiendo en ellas sus puntos de vista de la misma manera que la burguesía lo hace. Como dice Guilles Deleuze, el intelectual acaba cometiendo el pecado de la “indignidad de hablar por otros.” Esta imagen del intelectual como el portador de lo universal y el proletariado como su forma oscura ha perdido hoy en día su poder y el intelectual ya no tiene el llamado a desempeñar este papel.

Ésta fue principalmente la problemática en la que el intelectual estuvo inmerso en el siglo pasado y sus respuestas en contra de las amenazas a la civilización mundial generadas por la pobreza, la explotación económica, el genocidio y las guerras imperialistas.

Esta nueva centuria, a diferencia de la anterior, plantea nuevos desafíos y las amenazas a las que se enfrenta la humanidad hoy día son de una naturaleza conceptual diferente. ¿Como dividimos lo humano y lo no humano, división cada vez mas cuestionada? Considérense sólo estos tres desarrollos recientes: el mayor estatus moral y legal otorgado a los animales, la mayor culpa que se le da a los patrones de comportamiento específicamente humanos por varias crisis ecológicas y los avances científicos y tecnológicos masivos relacionados con el desciframiento del código genético y la proliferación de los códigos computacionales. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de Naciones Unidas de 1948 no anticipó nada de esto. Los intelectuales necesitan hoy día pensar en términos de una nueva Declaración para el siglo XXI.

Si por verdadero intelectual entendemos ese individuo que dice lo que piensa y no funciona como portavoz ideológico de los intereses imperantes, entonces el requisito mínimo es que sus ingresos no dependan de la popularidad o la validez de lo que dicen. Algunos académicos han utilizado su posición para convertirse en intelectuales públicos porque saben que incluso si dicen cosas muy impopulares, aún pueden conservar su trabajo, al igual que uno que otro periodista. Pero sus efectos, como podemos apreciar, han sido sólo marginales en los modos de reproducción social. Joseph Schumpeter, por ejemplo, sarcásticamente explicó el surgimiento de los intelectuales como “una válvula de seguridad” que se desahoga cuando la máquina capitalista comienza a sobrecalentarse.

Según Foucault, ese “intelectual universal”, el que hace uso de sus conocimientos, de su competencia y de su relación con la verdad en beneficio de las luchas políticas, nació del jurista, del hombre que invocó la universalidad de una ley justa, en ocasiones contra las profesiones jurídicas mismas, y que encuentra su máxima expresión en el escritor, el portador de valores y significados en los que todos pueden reconocerse a sí mismos. Lo que hoy tenemos en cambio, dice, no es el “intelectual universal”, sino el “intelectual especifico”, el que deriva su figura del experto en lugar del jurista.

En verdad, la creciente especialización del conocimiento ha servido para disminuir el papel de los académicos como intelectuales. La autoridad del académico como intelectual está ahora ligada al trabajo de
investigación que se supone produce una forma de conocimiento y comprensión que otros no tendrían. Foucault llama la atención al hecho de que los intelectuales se han acostumbrado a trabajar no en el carácter de lo universal, ejemplar, justo y verdadero para todos, sino en sectores específicos, en puntos precisos donde están situados, ya sea por sus condiciones profesionales de trabajo o sus condiciones de vida… vivienda, hospital, laboratorio, universidad y relaciones familiares y sexuales. Es este ámbito el que les permite ganar una conciencia más concreta de las luchas sociales, que no siempre son las mismos del proletariado y las masas. Y, sin embargo, a pesar de esto, Foucault cree que ellos se han acercado también al proletariado porque enfrentan cuestiones reales, luchas materiales y cotidianas y porque, aunque en forma diferente, actúan en contra de las multinacionales, los aparatos jurídicos y policiales, los especuladores inmobiliarios, etc. que son los mismo adversarios del proletariado.

Esta nueva configuración hace posible rearticular categorías que previamente estaban separadas. La escritura, que había sido la marca sacrosanta del intelectual, ha desaparecido y reemplazada por conexiones transversales entre diferentes áreas de conocimiento -magistrados y psiquiatras, laboratoristas y sociólogos, médicos y obreros, cada uno en su propio campo-, han logrado participar en un proceso global de politización de los intelectuales. Esto explica como, a medida que el escritor tiende a desaparecer como figura central, el conferencista y la universidad emergen ahora como “intercambiadores o puntos privilegiados de intersección”.

Este intelectual especifico no estálibre de ciertos obstáculos y del peligro de sumergirse en luchas meramente coyunturales, en demandas urgentes, pero solo dentro de sectores particulares que corren el riesgo de no lograr avances significativos por falta de estrategia global o del soporte limitado de pequeños grupos. El precio de reclamar experiencia en un campo determinado los deja con una reducida relevancia en el discurso publico. Es por ésto que el llamado “intelectual clásico” todavía tiene un papel relevante en el discurso social. Lo irónico en Foucault, por ejemplo, es que contradice su propia tesis sobre el intelectual universal al continuar operando en mayor o menor medida dentro de esta tradición.

No estaría demás recordar que durante la Ilustración el papel público del intelectual era demostrar la capacidad de emitir juicios independientemente de las consecuencias concretas que tuvieran, cuyo prototipo intelectual estuvo encarnado en Francia en la extraordinaria figura de Voltaire.

En la medida en que los intelectuales adoptan una posición “objetiva” que simplemente muestra todos los lados del problema sin emitir juicios o, peor aún, reducirse a meros instrumentos de manipulación, corren el riesgo de perder toda relevancia o ser reemplazados por los llamados “expertos”, que en los canales de televisión que denuncian, se burlan, vituperan y arremeten contra sus oponentes, generando más calor que luz. Necesitamos como siempre intelectuales y filósofos que inspiren discusiones, ideas criticas y escenarios alternativos en temas de naturaleza política, social y ética.

* Profesores de Filosofia chilenos graduados en la Universidad de Chile. Residen en Ottawa, Canadá, desde el 1975. Nieves estuvo 12 meses preso en uno de los campos de concentración durante la dictadura de Augusto Pinochet. Han publicado seis libros de ensayos y poesia. Colaboran con surysur.ney y el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)