Venezuela: batalla de las ideas y guerra de interpretaciones
Reinaldo Iturriza |
Percibo en voceros oficiales y oficiosos, sobre todo entre estos últimos y con sus notables excepciones, un cierto resquemor por la variedad de análisis que se han hecho públicos respecto de la contienda electoral del 21N. Una suerte de malestar difuso, más bien propio de quienes reclaman el monopolio de la verdad, y a quienes, por tanto, les resulta intolerable tener que lidiar con visiones contrapuestas a las suyas.
Es algo que percibo, debo subrayarlo, en gente ubicada en el amplio espectro de la política venezolana. Es decir, además de difuso, es un malestar extendido entre toda la clase política. Es como si, ante lo desconcertante de los resultados, favorables o adversos, le resultara demasiado difícil sobreponerse a la mudez momentánea que produce cualquier desconcierto, y se decidiera por lo más fácil: decir lo que, a su juicio, desean escuchar los que consideran sus respectivos públicos cautivos.
No deja de sorprenderme semejante actitud. En la Venezuela del siglo XXI se estableció como norma consuetudinaria que en los períodos inmediatamente posteriores a un evento electoral, se abría el abanico de lo decible, de lo pensable, de lo analizable, sin mayores límites que aquellos que dictaban la sensatez, y vaya que infinidad de veces se trasgredieron, incluso, esos límites, lo que solíamos interpretar como gajes del oficio. De eso se trata, a fin de cuentas, la batalla de las ideas.
Tengo la impresión de que, siempre según la opinión de los referidos voceros oficiales y oficiosos, deberíamos asimilar que ya no hay lugar para la batalla de las ideas, o en todo caso queda muy poca gente digna de ella, lo suficientemente apertrechada intelectualmente, preparada para sus avatares, y que ésta ha sido sustituida por algo que podría llamarse guerra de interpretaciones.
El problema con la guerra de interpretaciones es que todos se proclaman ganadores, más allá de lo que indiquen los fríos y despiadados números. No hay fuerzas políticas debilitadas, solo robustecidas. No hay estrategias erróneas, solo correctas. Solo hay dioses, héroes y campeones en el olimpo de la política venezolana.
Es un completo despropósito, por supuesto, semejante ejercicio de soberbia, consecuencia, intuyo, de creerse en lo más alto entre lo más alto.
Estoy plenamente convencido de que las mayorías populares, tanto el grueso de quienes votamos como de quienes no lo hicieron, esperan mucho más que simplemente análisis autocomplacientes y, en algunos casos, cosa que no celebro, ya no esperan nada, porque están francamente hartos, desde hace años, del soliloquio de la clase política, de sus voceros y de sus pretendidos expertos, más que prestos a narrar improbables leyendas doradas.
Con Chávez, los simples mortales aprendimos, a muchos no se nos ha olvidado, que no podemos renunciar bajo ningún pretexto a la política con vocación de construcción hegemónica, popular, democrática. Un tipo de ejercicio de la política que es indisociable de la batalla de las ideas.
Si a estas alturas este aprendizaje colectivo es algo difícil de asimilar para la vocería oficial y oficiosa, y de allí su malestar, pues no queda más que desearle que aprenda a lidiar con ello.