Messi y el capitalismo feroz: el nuevo juguete de lujo del jeque catarí con billones para dilapidar
Eduardo Espina-El Observador|
Luciendo una camiseta blanca que dice ici c’est París (esto es París), Lionel Messi saluda desde el balcón de una de las tres suites presidenciales del hotel Le Royal Monceau – Raffles Paris, ubicado en el 8e. Arrondissement, inaugurado en 1928, y propiedad de los mismos dueños del PSG, club fundado en 1970. Es el hotel 11 estrellas donde alguna vez se hospedó el Sha de Persia, Mohammad Reza Pahlavi, y nos dio asco, tanto, que hasta vimos con indiferencia la llegada al poder del Ayatola Jomeiní, como si no quisiéramos saber cuál de los dos males era peor para Irán. Esta vez, en cambio, no hay condena pública al derroche indiscriminado, a la ostentación sin sentido, a la banalidad al mango. Como se trata de Messi, lo perdonan
. El culto a las celebridades viene acompañado de condescendencia. Desde hace tiempo la peor versión del capitalismo tomó posesión del fútbol profesional, por lo tanto, a nadie debe extrañar que la obscenidad del despilfarro se pertreche en primera fila y sea celebrada por las cámaras mudas de los medios informativos, que dependen de Messi para vender algún diario más o subir un punto en el rating de las mediciones semanales.
En tiempos de pandemia y de mucha miseria social y económica, con aumento del desempleo global, un catarí tira manteca al techo y contrata al mismo futbolista que su club madre, Barcelona, un histórico del balompié mundial, no pudo mantener en sus filas debido a la crisis económica que padece y que lo tiene postrado, al borde de la bancarrota, aunque sigue pagando salarios de otro planeta.
Messi & family. Qué tierna foto. Los billonarios junior de Rosario muestran cara de desconcierto al experimentar la bienvenida gala, como si ellos tampoco supieran para qué sirve tanta opulencia y atención mediática. Las segundas partes a veces pueden ser muy buenas y tener final feliz, por más que aquí no estemos hablando de final, sino del capítulo previo. Después de llorar y secarse las lágrimas con una servilleta, tal cual lo hacen las novias el día del casamiento en el registro civil, el astro argentino volvió a sonreír. Reseteó. Seguramente ya le hicieron el depósito que le corresponde por haberse convertido en el nuevo fetiche del Rico McPato catarí al que las cámaras solo consiguen captar sonriendo.
¿Por qué será? El mismo sujeto que no se preocupó demasiado de la vida de los casi siete mil trabajadores migrantes, repito, casi 7.000, que murieron en la construcción de las instalaciones que albergarán la Copa Mundial de la FIFA 2022 en Catar, ahora se preocupa de que su nueva posesión sufra lo menos posible. Messi atrincherado en un hotel 12 estrellas (entre el primer párrafo y este agregó otra), protegido por guardaespaldas, porque, ¡horror!, la gente hambrienta y desempleada es capaz de hacer cualquier cosa, incluso en la capital francesa, con su historia rica en bistrós y poetas fenomenales, y sus nazis recorriendo las calles con sentido de propiedad durante la ocupación, sabiendo que los franceses eran buenos colaboradores.
Así pues, a ese cambalache entre cómico y patético que es la historia, sobre todo la moderna con sus guerras y holocaustos, viene ahora a agregarse la postal de Messi sonriente, y toda la historia de teleteatro que lo acompaña, y demuestra que por la plata baila el mono, y baila apenas le muestran un billete, aunque quien ponga la música, el DJ, sea un megalómano cuyo principal objetivo en la vida es firmar cheques a diestra y siniestra para que su club salga por fin campeón de Europa, señuelo que ni todo el oro del mundo le permitió hasta ahora alcanzar (Qatar Investment Authority tiene fondos superiores a los US$ 60 mil millones, habiendo gastado ya US$ 1.630 millones en futbolistas).
A efectos de la ética, sería justo que los amiguitos Neymar y Messi, Robin y Batman, terminaran la Champions con las manos vacías y se quedaran así para siempre, pues esta carrera de obscena pompa empezó con las horas contadas. Han traído a un futbolista en su hora crepuscular. Claro, para el billonario que solo sabe sonreír y quiere perder la virginidad en cuanto a copas trascendentes, una debacle así significaría una invitación al harakiri. Para eso contrató a la odalisca argentina de las canchas, un muchacho limitado intelectualmente, pero que con sus pies hace cosas cercanas a lo increíble, como si fuera un ser humano nacido con efectos especiales.
La primera vez que oí a Messi hablar, creí que era el muñeco de un ventrílocuo, un Chirolita manejado por Míster Chasman. No sabía si era un ser humano completo, el primer individuo clonado (los perros nacidos por clonación ladran en otro tono en relación al resto), o bien un adulto disfrazado de muchacho que había pasado el tiempo que tenía de vida sin haber ido a la escuela. Con el paso de los años mejoró algo. Ya no es tan gutural. Es más homo sapiens que antes. Por lo visto, para algo, un poquito, está sirviendo la fortuna en euros ganada durante tantas temporadas seguidas. Messi es billonario.
Entre “bi” y “mi”, la cantidad en dinero es enorme. El billonario pierde la cuenta de lo que tiene. El millonario no, porque ansía llegar a ser algún día billonario. Según expertos en psicología humana (veterinarios del alma), el dinero puede convertirse en droga pesada, por consiguiente, aquellos que ganan mucho, se hacen adictos y quieren seguir ganando, no quieren parar de ganar, ganar cuanto más sea posible, dejar al resto del mundo sin dinero. Por eso Messi se marchó del Barcelona: porque el cheque estaba incompleto. Fue buen amigo mientras hubo dinero. Nada de épica a la hora de hacer un esfuerzo para salvar al club de la crisis.
Plata no le falta. Messi debería vivir hasta los tres mil años de edad, ser un Matusalén con botines de fútbol, para poder gastar la fortuna que metiendo goles y dando pases acumuló. Sin embargo, sigue insatisfecho, de ahí que sin cortapisas haya roto la historia de amor que tenía con el Barcelona, apuntalada por un idealismo basado en la lealtad (algo casi inexistente en el negocio del fútbol hoy en día), para irse con quien mejor le paga. Me hizo acordar de la novia de un amigo que, allá por década del ochenta, en el Uruguay destruido por la “tablita”, lo abandonó para irse con un vecino que manejaba un BMW. El coche de mi amigo era un Fiat 600 de tercera o cuarta mano.
Messi, la nueva deidad de los petrodólares, el futbolista Chirolita, el ciudadano argentino que cuando habla tiene un extraordinario parecido vocal con Soplos, el personaje de Dick Tracy, Messi, el individuo con un millón de amigos (debería ser papa), abandonó al amor de su vida porque la idea de viajar en un Fiat 600 no lo convence. A quienes queríamos que el amor Barça- Messi fuera eterno –como el de la película Los puentes de Madison–, para que hubiera al menos una excepción a la regla del abominable mundo futbolístico actual, hemos quedado decepcionados.
Como en la historia de Sodoma y Gomorra, en esto nadie es salvable, ni siquiera el personaje que había firmado su primer contrato en una servilleta similar a la que se secó las lágrimas de cocodrilo, pues el día antes del llanto del año muy secretito había firmado contrato con el club Made in Catar. Ya el pescado estaba vendido, pero siempre queda bien poner un poco de drama, pues son muchas las vidas que carecen de argumentos y son consumidas por el aburrimiento, por lo tanto, sin decir ni pío se suman a cualquier farandulización de las emociones, sobre todo, cuando estas fueron originadas por el final de un amor que pintaba para eterno y que al final, por haber habido final anticipado, no lo fue.
Messi tiene 34 años de edad. En el mundo de los deportes, es casi un anciano. Como buen hijo, hace todo lo que su padre-manager le dice. Su única educación emocional e intelectual, por llamarla de alguna manera, la recibió en una cancha de fútbol, su escenario natural. Cuando no está ahí, pateando una pelota, está en su casa, jugando videojuegos, comiendo milanesas napolitanas, escuchando la misma música bailable que la gusta a Luis Suárez y que a mí me resulta horrenda por lo vulgar y monótona, pero eso a quién le importa. Yo no pateo pelotas y la plata apenas me da para llegar a fin de mes. Las vaquitas son ajenas.
No me imagino a Messi en la increíblemente bella París, queriendo saber quiénes fueron Flaubert, Proust, el genial André Breton, tampoco recorriendo las calles donde filmaron algunos de los clásicos de la Nouvelle Vague, Jules et Jim por ejemplo, o visitando la tumba de su compatriota Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse, donde a pocos metros está enterrado César Vallejo. Tal vez algún día el nuevo juguete de lujo del jeque visite el Louvre en compañía de Antonella, más no sea para sacarse una foto juntos junto a la Mona Lisa, tal como lo hacen las manadas de turistas, ellos y sus selfies, aunque no sepan quién fue Leonardo, o crean que Leonardo es una de las Tortugas Ninja. Messi en París.
A Leo no lo veo leyendo. A un tipo como él, con escasa imaginación, tal cual su decisión de firmar con el PSG lo confirma (fue a lo obvio), no me lo imagino disfrutando de la vida bohemia al estilo Sartre o Edith Piaf, sentado en un café del Boulevard Saint-Michel leyendo En busca del tiempo perdido, porque Messi no busca el tiempo, lo pierde en asuntos menos complicados, como hacen los futbolistas ricos del presente. Las grandes cosas que la imaginación moderna solo puede asociar con París –uy, casi me olvido de las canciones de Leo Ferré y las de Serge Gainsbourg–, Messi se las perderá. Afortunadamente, hay cosas que el dinero no puede comprar, la profundidad espiritual del disfrute estético, una de ellas.