Uruguay, la imagen de la democracia “empañada”
Eduardo Camin
Desde hace un tiempo la democracia le saca brillo a la realidad, pero el tema padece de síntomas paradójicos: pareciera que cuando más se consolida la democracia peor vive la gente. En elegir y ser elegido está el todo y la parte de esta teoría general de la democracia fundamentada en reglas.
La democracia como problema no es una novedad, pues es inherente a la contradicción entre capitalismo y democracia, entre desigualdad social e igualdad política, que ha marcado la historia, no solo del debate sobre la democracia sino de su propia realización.
Pero plantear el problema de la democracia es buscar la interrelación entre régimen político y las formas de explotación que han desarrollado las clases dominantes a lo largo y ancho de un proceso histórico determinado.
El mundo se fagocita en innumerables crisis, pero seguimos adoctrinándonos en la semántica del liberalismo económico como la fuente de la ilusión, a las paupérrimas condiciones generales, en el continente de los desequilibrios. Una fragilidad característica de nuestra región. Pero parece ser que la democracia puede cohabitar y coexistir con las relaciones sociales de explotación y dependencia propias del capitalismo transnacional.
Desde hace mucho tiempo que venimos observando, comentando, y analizando, desde nuestras limitadas fuerzas, estas cuestiones, y debemos admitir nuestra incapacidad para generar opinión sobre estos temas.
Muchas veces nuestros dirigentes políticos, desde una óptica funcional, desbordan la propia realidad, y nos quieren convencer de lo trasnochados que somos, de lo equivocado que estamos. Insisten en que en el mundo de la era digital, la lucha de clases es cosa del pasado, que adolecemos de una incapacidad cuasi alarmante de no ver la realidad de frente, de no querer “aggionarnos”, al pensamiento dominante.
Pero dejemos estos aspectos aparentemente ideológicos – para algunos secundarios-, para entrar en el tema central.
América latina y Uruguay
En nuestra América Latina y en el Uruguay – a pesar del excedente de democracia- también los desequilibrios sociales nos acompañan desde el fondo de nuestra propia historia: somos un continente rico en materias primas, con ignominiosos índices de pobreza. Una pequeña elite de “demócratas” dirigentes se erige en los dueños absolutos de los medios de producción, frente a una mayoría sometida a la explotación.
En este marco Uruguay pretende so pretexto de producir gobernabilidad, establecer el límite de tolerancia de los proyectos y objetivos sociopolíticos, compatibles con los procesos de reformas políticas. Durante muchos años en nombre de la “gobernabilidad democrática” se han articulado políticas de ajuste económico, de flexibilidad laboral, de privatización y desnacionalización de la economía.
En realidad, el consenso es el aval para permitir una alternancia en el poder sin alternativa, pero con paz y seguridad ciudadana. El futuro está diseñado y en él no hay lugar para el caos y la incertidumbre. Lo que varía es la acción pendular de la gobernabilidad. En ocasiones tiendea hacia la izquierda progresista y en otros hacia la derecha conservadora con algunos tintes de fascismo como es el actual, moleste a quien moleste.
Gobernar de manera progresista o conservadora, en ello radica la diferencia. En aplicar unos u otros programas de gobierno. Pero lo que nadie duda es que la gobernabilidad constituye el punto de inflexión que separa una gestión eficiente o un mal gobierno.
La gobernabilidad amparada en la democracia burguesa es gerencia, es administración, bajo las directivas del Fondo Monetario Internacional o el banco Mundial. Por ello se aplican los mismos criterios de mercado para la acción de gobierno: eficacia, productividad, competitividad, rentabilidad, etcétera.
Por lo tanto, las demandas sociales y los proyectos de cambio anticapitalistas y anti sistémicos pasan a la categoría de proyectos sociales inviables, ingobernables, generadores de inestabilidad y de alto riesgo para el proceso de globalización.
Racionalidad y eficacia; racionalidad en el quehacer del Estado y en sus funciones administrativas, eficacia en el desarrollo de programas y políticas públicas. Ambos factores se aúnan para producir legitimidad social, garantía del mantenimiento del orden político institucional.
La historia enseña y advierte: liberalismo, progresismo y democracia
Sin embargo, no deberíamos olvidar que el liberalismo, en tanto proyecto político de la burguesía, no nació como una doctrina democrática, ya que entre uno y el otro hay un desfasaje temporal de más un siglo y medio. Por lo tanto, el Estado liberal (formación de gobierno por elección, parlamento y división de poderes) no nació como Estado democrático.
La democracia apareció como problema histórico cuando se hizo evidente la contradicción entre el discurso universalista del liberalismo con la desigualdad social real que genera, la que la burguesía no atacó con su propia emancipación política y que además reprodujo bajo nuevas condiciones al convertirse en clase dominante.
Cuando la burguesía liberal comenzó a encarar el problema de la democracia no lo hizo como un fin en sí mismo, sino como un instrumento político para regular la participación de las clases sociales que presionaban para decidir sobre los asuntos públicos.
El liberalismo político progresista ha sido desde el siglo XIX un fenómeno eminentemente intelectual de sectores medios, portadores convencidos de los principios libertarios e igualitarios de la Ilustración, sensibles a la explotación y desigualdad capitalistas que quedaron desnudas por los procesos de conciencia, organización y lucha independiente de la clase obrera.
Confusiones teóricas
Los retrocesos actuales vienen a reforzar las confusiones teóricas que se están generando en América Latina respecto a la conducción económica, lo que explica el azoro de buena parte del pensamiento crítico ante este liberalismo puro y duro cuya sustancia conservadora aparece en esa crítica como perversión inexplicable.
El triunfo liberal (o neoliberal) es un hecho político, sin manos invisibles indígenas o foráneas la globalización es la ideologización del imperialismo convertida en realismo político y económico.
Las ideas conservadoras de este neoliberalismo fueron producidas varias décadas antes de que conviertan en ideología dominante, por los intelectuales institucionales del capitalismo que tuvieron claridad en que el período del Estado de Bienestar era un “momento anómalo” del capitalismo, un mal necesario en la coyuntura del momento, pero que una nueva crisis cíclica introduciría factores económicos que dificultarían una salida eficaz de la misma.
Los alumnos aplicados, una imagen perversa de la realidad
Muchas veces se ha citado como ejemplo de democracia las conducciones económicas de países con gobiernos progresistas -en su momento- como es el caso de Chile y Uruguay. Algunas cifras macroeconómicas esbozaban un panorama que pueden destacarse en la región.
Es cierto que el hombre, bajo el capitalismo, disfruta de bienes desconocidos en tiempos pasados, como automóviles, televisiones, computadoras, teléfonos, refrigeradores que, sin embargo, no dan felicidad. Pero al adquirir estas posibilidades de consumo, cuando cualquier deseo satisface, nuevas apetencias le asaltan. Tal es la naturaleza humana.
No obstante, la historia reciente nos ha ido demostrando sus vaivenes y hoy podemos decir que la realidad de la democracia progresista presupone en la actualidad una acción política limitada y excluyente. Hoy la democracia es declamada formalmente para establecer el “consensus” legitimador del orden transnacional.
En realidad, la democracia desempeña un papel secundario en la articulación del modelo globalizador. Entonces, es fácil concluir que asistimos de verdad a la puesta en práctica de un modelo de globalización peligroso, cuando los virus se calmen, y la crisis aumente.
Hoy avizoramos que el proyecto del gobierno uruguayo actual busca redefinir un nuevo pacto social en el que la democracia realmente no tiene cabida, excepto para ejercer un mayor grado de control social y político sobre las grandes mayorías excluidas y marginadas de los beneficios del progreso.
Las nuevas élites gerenciales, de los sectores financieros especulativos y administradores de las transnacionales convertidos en la nueva burguesía proponen las nuevas reglas de juego en el casino de la globalización y la modernidad.
Si con anterioridad el subdesarrollo y el atraso se entendían como un obstáculo para la democracia, la nueva interpretación de la democracia hace compatible explotación, subdesarrollo y pobreza con democracia globalizada. De esta manera la democracia es transformada en un recurso técnico al cual se recurre para hacer funcionar la autoridad del Estado, fundamentada en la tiranía de la democracia estatal, mal llamada gobernabilidad democrática.
Hoy constatamos cómo la izquierda progresista sucumbió en parte a estas prácticas por sus propias debilidades conceptuales, por ejemplo la de no comprender la diferencia que hay entre ser una izquierda en el sistema o la izquierda del sistema.
Pero también porque sucumbió a la coerción de la derecha que sancionó como bloqueos a la democracia todo aquello que no implicara un consenso en torno a sus propios intereses, al tiempo que llevó a cabo cooptaciones elitistas vía privilegios, a las que fueron sensibles muchos políticos del progresismo. Los ejemplos sobran.
Bien, ¿vivimos en una democracia? Podemos responder que sí, pero de igual forma podemos agregar: sí, en una democracia capitalista. Porque el capitalismo muestra su verdadero rostro en aquellos lugares donde puede ejercer sin límites su poder omnímodo.
El futuro aparece de pronto, apoyándose con fuerza en las cerradas habitaciones de los desaparecidos o en la memoria, de los ausentes. Porque luchar por la democracia es luchar por superar el orden capitalista.
*Periodista uruguayo. Analista asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)