Cuentos del cuartel maldito: de sueños y afanes
J.M.Rodríguez
En un grosero muelle que servía de atracadero terminó la alucinante remontada del río. Lo habían construido sobre el barro hediondo a hidrocarburos que cubría la orilla. El expatriado niño descendió, aprensivo, por el entablado que hacía las veces de escalerilla. Un poco más allá, en un puesto de control, un grupo de guardias con mauser al hombro y espadón en la mano, formaban un áspero comité de recepción.
Movían el largo cuchillo como un péndulo sobre el piso, levantando chirridos al cemento. Tal aspaviento amenazante, común en tiempos de charreteras, formaba parte del espectáculo que disimulaba la ligereza del negociado con los poderes que mueven el petróleo. Superada la coreográfica de la intimidación penetraron en el paisaje de la modernidad subordinada.
Caminaban por una trocha embarrialada que rodeaba la planta refinadora llena de torres y tubos que, como falos, escupían las espesuras blancas provocadas por esa gran vagina industrial. La trocha pasaba luego por un caserío con techos de zinc oxidado y de palmas resecas, para llegar a los impecables portones del campamento de la Standard Oil, la novedosa ciudadela de la ocupación.
Los distritos petroleros no se andan con remilgos para extraviar la soberanía. Alguien, con vocación de guía turística, explicaba a los caminantes que el cercado existente no era barrera defensiva, sino vitrina para que los nativos aprendieran del progreso. Era la pretenciosa caracterización de aquel enclave de casas metalizadas, levantadas del suelo para protegerlas de emanaciones y alimañas, sin calles que las sujetaran a la tradicional vecindad.
Parecían flotar en el amplio prado impecablemente recortado, salpicado por impúdicas cayenas rojas muy abiertas y macizos de palmas cimbradas. Los hombres que las habitaban, colorados de sol, con camisas blancas de mangas recortadas y corbatas pigmentadas sin moderación, eran “los americanos”. Grupos de mujeres, más bien pálidas, parloteaban a las puertas del economato. Sus faldas amplias y estampadas con pequeñas florecitas primaverales, otorgaban ambiente pastoral a esa estampa de celuloide.
Afuera quedaba el barro y los niños de piel oscura, desnudos como sus tiñosos perros, aferrando sus manos vacías a la cerca del desarrollo. Igual quedaba afuera, contenidos por el alambrado y sus recios custodios, los llegados desde diversos sitios del país: pescadores de las costas cercanas y campesinos de entristecidos conucos, sirios vendedores de telas en las calles, bodegueros afanados en levantar sus tendederos.
Llegaron también, como siempre, las putas, los mal vivientes y los fulleros disfrazados de burócratas o de gestores. Todos al servicio de esos cuellos colorados reconocidos como dueños y señores del territorio y su riqueza. Ningún cambio de gobernante modificó la vileza de esta relación ni puso fin a la acumulación de miseria producida por el millonario caudal petrolero que flotaba en las aguas de ese río.
El niño, conmovido por un bochorno sin explicación, iba metiendo todas estas imágenes en su desocupado archivo de vida. Con menos años que entereza asumió que había llegado al destino que se le asignó. Pasaba a ser uno más en la cornisa que separa la ciudadanía de la precariedad, y eso ya era bastante.