Gobierno, Estado, movimientos sociales y poder dual en Bolivia

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GUILLERMO ALMEYRA| Bolivia vive varias revoluciones a la vez: la descolonizadora, la democrática, con la construcción de un Estado independiente, y la anticapitalista, propia de nuestro tiempo, porque la resistencia a la mundialización dirigida por el capital financiero internacional no puede ser un neoliberalismo modificado por el distribucionismo asistencial ni un desarrollismo extractivista.

No tiene otra salida que emprender la vía de un desarrollo alternativo, democrático, basado en la autonomía y la autogestión de las comunidades, colonias y pueblos, y protector de los bienes comunes y de la naturaleza. O sea, una vía no capitalista que construye nuevas relaciones sociales.

El semiestado boliviano es un Estado capitalista dependiente y está gobernado por un equipo revolucionario que trata de construir un Estado capitalista pleno y moderno y, por lo tanto, aleja del poder a los trabajadores en cuyo nombre encara esa modernización. Ese gobierno revolucionario democrático debe combatir al mismo tiempo contra la oligarquía y el imperialismo y para eso se apoya en organismos que, indirectamente, representan a los trabajadores, como ese pool de organizaciones sociales y sindicatos que se llama Movimiento al Socialismo y aparece como partido del gobierno.

El MAS no es el instrumento de poder del movimiento indígena mayoritario ni dirige el gobierno. No es ni siquiera un partido sino una serie de grupos burocráticos de intermediación entre el gobierno y los diversos sectores en que se dividen los trabajadores y el propio movimiento indígena, el cual está lejos de constituir una unidad.

Ante los efectos destructores de la mundialización y las carencias brutales del Estado, que a pesar de los esfuerzos del gobierno sigue siendo prebendario, corrupto, autoritario, se afianzan el localismo y el regionalismo (propios de la historia de Bolivia y de los países andinos, con su falta de comunicaciones, sus clientelismos y caudillismos locales, sus oposiciones étnicas e históricas ) y se consolida también el corporativismo de las organizaciones sindicales y populares. No hay una idea firme de la unidad boliviana; mientras un grupo de jacobinos trata de armar el rompecabezas desde el gobierno, éste descansa en un consenso por la negativa, es decir, en un apoyo aplastante, masivo, antes que nada para evitar que vuelva el pasado y que reaparezca la derecha ligada al imperialismo, que ha sido derrotada pero está ahí actuando en la sombra.

La idea de construir un capitalismo andino con los restos maltrechos de los ayllus (organización social indígena) y con la acumulación capitalista primitiva de la neoburguesía aymara, basada en la explotación familiar y clientelar, es utópica y lo que hay en Bolivia no es un “socialismo comunitario” sino un régimen burgués sin burguesía que lo respalde. El Estado remplaza en efecto a una burguesía nacional casi inexistente (la real, está con el imperialismo) y su acción, por lo tanto, es la de capitalista colectivo. Se está construyendo capitalismo de Estado, neodesarrollista y extractivista que no produce valores de uso (el petróleo, el gas, los minerales son mercancías y, por consiguiente, valores de cambio) y que dedica parte del plusvalor a una política asistencial y distributiva para sostener o ampliar el mercado interno, como hizo Lula o hace Cristina Fernández, que están muy lejos de ser revolucionarios.
El movimiento indígena no dirige el Estado y está dividido regionalmente, socialmente y por etnias (aymaras, quechuas, moxos, guaraníes y otras etnias de Oriente) que, por siglos, se combatieron mutuamente. Ni siquiera tiene unidad cultural. El “no robar, no ser flojo, no mentir” –como anteriormente en Esparta– no es tanto una ética sino que es la consigna de un pueblo guerrero controlado verticalmente, como era el quechua incaico, pero no es la de los guaraníes. Es cierto que la inmensa mayoría de los indígenas viven en el Altiplano, pero también lo es que los de Oriente, una pequeña minoría, son discriminados políticamente por sus hermanos.

La historia de los movimientos sociales bolivianos es, además, la de la instauración de gérmenes de poder popular frente al del Estado. Así sucedió en 1952, con el esfuerzo por instaurar un cogobierno entre el gobierno del MNR y la Central Obrera Boliviana (COB), entonces poderosa; así sucedió bajo el gobierno del general Torres con la Asamblea Popular y en la Guerra del Agua Cochabambina y en la del Gas, que abrió el camino a la aplastante victoria electoral de Evo Morales. El pueblo boliviano jamás ha firmado un cheque en blanco y lo demostró con las movilizaciones que obligaron al presidente más popular en toda su historia a anular el gasolinazo o a hacer la Ley Corta que anuló el proyecto de atravesar el TPNIS con una carretera a pesar de que la Constitución establece el carácter plurinacional del Estado, otorga garantías de autonomía y exige el acuerdo previo de los habitantes de las zonas autonómicas antes de emprender cualquier proyecto.

Ese poder dual difuso y la organización de todos los movimientos con métodos obreros (hasta los contrabandistas tienen sindicatos), a pesar de que el país tiene muy pocos obreros industriales y mineros, indica una fuerza y una voluntad anticapitalistas generalizadas y tendidas hacia el futuro, no hacia el pasado. La descolonización, como la democratización, la hacen hoy los que protagonizan luchas, no los jacobinos que quieren controlarlos. Lo que sucede es que esos poderes duales son locales, puntuales, no tienen un canal que los haga confluir. La construcción entre la pluralidad nacional de la Constitución y el carácter unitario del Estado, con su gobierno jacobino, centralista, sólo puede ser resuelta democráticamente con la federación de autonomías, comunidades en autogestión, etnias, respetando su cultura y su legalidad. Eso no debilita por fuerza el apoyo a Evo.