La política económica brasileña
Regina Crespo y Monika Meireles|
El ambiente de inestabilidad política y económica que se vive hoy en Brasil ha alimentado una serie de discusiones y ha llevado a una exacerbada polémica en cuanto a la evaluación de los rumbos del país, a partir de la llegada del Partido de los Trabajadores (PT) a la presidencia (ocho años bajo la batuta de Luis Inácio Lula da Silva y cinco con Dilma Rousseff).
Hacer un mapa, a grandes rasgos, de cómo los trece años de la política económica llevada a cabo por el PT vienen siendo evaluados por la literatura económica es un fructífero ejercicio, no sólo para razonar sobre las principales críticas al ambiguo “modelo brasileño”, sino también para entender qué alternativas les quedan a los países latinoamericanos en un contexto tan atribulado como el actual.
En el campo ortodoxo la voz parece ser unísona en la crítica a los rumbos adoptados por el PT en la política económica. Para los defensores de la ortodoxia, tal política nace de la fusión de la falta de preparación técnica con el pragmatismo electorero y tuvo como único resultado el actual estancamiento con repunte inflacionario de la economía brasileña, que el año pasado tuvo un crecimiento negativo de 4.35% –según los datos previos del Banco Central– y cuya proyección para el 2016 no es nada alentadora, esperándose la repetición de la contracción económica.
Ahora bien, en el espectro heterodoxo nos encontramos con lecturas absolutamente disparejas, al punto de que es posible tener perspectivas tan contundentes como opuestas. Por una parte, hay un grupo considerable de comentaristas que se apresuran a etiquetar medidas como el aumento del gasto público en rubros sociales como siendo netamente “populistas” o “neopopulistas”, una vez que entienden que no hubo, concomitantemente al implemento de las políticas sociales, un esfuerzo por cambiar a los cementos de la estructura productiva. O sea, estos críticos señalan que efectivamente se generó un importante déficit fiscal en pro de las inversiones en lo social, pero no hubo atrevimiento suficiente para superar el modelo vigente, en el que las ganancias extraordinarias de la banca son la tónica. Es más, según su visión, hubo poca preocupación por articular una forma de crecimiento económico menos dependiente de los resultados del sector productor de materias primas.
En el otro extremo, encontramos aquellos comentaristas más entusiastas con la política económica petista. Entre ellos, muchos son economistas heterodoxos que transitaron de los pasillos académicos a los pasillos del poder en Brasilia, categóricos al afirmar que el PT en el gobierno significó un verdadero parteaguas en la historia del país. Para este grupo, la retomada del rol del Estado en la economía y el sensible aumento del gasto social –como lo demuestran los programas de transferencia monetaria condicionada como elBolsa Familia– representaron una ruptura fundamental, que llevó al combate a la desigualdad en la distribución del ingreso y a una inédita disminución de la pobreza. Estos autores defienden su posición con los portentosos indicadores sociales del periodo petista, como la disminución del porcentaje de la población viviendo en pobreza extrema, que era de 10% en 2001 y pasó a 4% en el 2013 (Banco Mundial, 2015); la reducción del hambre a niveles estadísticamente insignificantes (FAO, 2014); y el aumento sistemático del salario mínimo nacional por arriba de los niveles de inflación. Sin embargo, la polarización entre las lecturas de lo que sería el “legado del PT” sigue flamante.
Aunque haya disputa por caracterizar, en términos más amplios, el significado del lulismo en la vida política nacional, en lo que se refiere a la periodización de la conducción de la política económica petista parece existir un relativo consenso, al hablarse de al menos cuatro grandes periodos: 1) la etapa de continuidad parcial de la gestión macroeconómica llevada a cabo por el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, cuando Lula da Silva (2003-2010) mantuvo el famoso “trípode macroeconómico” –compuesto por el régimen de objetivo de inflación, la libre flotación del cambio y el contundente superávit fiscal – y encargó a Henrique Meirelles, “especialista técnico” y “hombre de los mercados”, la administración del Banco Central, que contaba con autonomía de hecho en relación al poder ejecutivo; 2) el momento de bosquejo de una “nueva matriz económica”, cuando, en 2012, en plena marcha del primer mandato de Dilma Rousseff (2011-2014), el Ministro de Hacienda Guido Mantega, economista heterodoxo que aún en el gobierno Lula sustituyó al más ortodoxo Antonio Pallocci, explicitó la retomada de una estrategia de inspiración desarrollista –con tasas de interés más bajas, intervención en el mercado cambiario buscando una devaluación gradual del Real y el aumento del gasto fiscal– con el Estado más presente y fungiendo como una especie de inductor del crecimiento económico; 3) la fase de la austeridad, como respuesta brasileña a la crisis económica y política nacional y a la tendencia al estancamiento de la economía global inaugurada en el segundo mandato de Dilma (2015), fase que arrancó con el nombramiento de Joaquim Levy –economista formado en la Universidad de Chicago y antiguo colaborador del gobierno de Cardoso– quien dibujó el temido ajuste fiscal en las cuentas públicas que todavía se implementa; y, finalmente, 4) el momento actual, marcado por la pugna entre la profundización de un modelo genuinamente heterodoxo o el seguimiento del ajuste ortodoxo, en el cual hay algo de “esperanza contenida” en la retomada de una ruta más desarrollista, con la designación en diciembre último de Nelson Barbosa como nuevo Ministro de Hacienda. Barbosa cuenta con estudios de posgrado por la New School for Social Research y tiene una trayectoria académica de indudable inclinación heterodoxa.
Los grandes medios: embestida conservadora y desestabilización política
Cualquier análisis de la coyuntura brasileña del año en curso invariablemente tendrá que considerar eventos significativos del 2015 que todavía se arrastran, pendientes de conclusión: el persistente estancamiento económico del país, de acuerdo a la tendencia mundial, acompañado de una elevación del desempleo; el deterioro de las cuentas públicas; la disminución de las inversiones extranjeras y de los precios de las commodities producidas en Brasil; el aumento de la tensión política, con un consecuente enfrentamiento entre las clases sociales; la profusión de escándalos económico-políticos, algunos potenciados y otros silenciados por los medios de comunicación y el intento de sectores de la oposición de derecha de llevar a cabo el proceso de impeachment de la presidenta Dilma Rousseff.
Sumemos a esta lista tres hechos más: las olimpiadas, que ocurrirán en los meses de julio y agosto y que pondrán nuevamente a Brasil bajo la mirada mundial; las elecciones municipales en todo el país, en el mes de octubre, que seguramente interferirán en el tablero político nacional y, finalmente, la incesante campaña de agresión en contra del expresidente Luís Inácio Lula da Silva, potencial candidato a las elecciones presidenciales de 2018. Tenemos, sin lugar a dudas, un escenario complejo para 2016.
Vivimos un contexto mundial poco auspicioso, marcado, entre otros factores, por una recuperación incipiente de la economía estadounidense y por la notoria disminución de los niveles de crecimiento de la economía china. Curiosamente, los grandes medios de comunicación brasileños (cadenas de radio, televisión y periódicos concentradas en las manos de siete familias y defensoras de intereses no necesariamente públicos), insisten en aislar el país del contexto internacional e imputar todos sus problemas económicos a los gobiernos petistas.
Sin considerar que, en un contexto mundial recesivo, hay poco margen de maniobra para cambios estructurales radicales con resultados positivos inmediatos, los medios brasileños parecen suponer que la inestabilidad es un fenómeno exclusivo de la realidad nacional. Peor, a su modo de ver, la única alternativa de éxito para los brasileños [y la pregunta que no quiere callar es ¿para cuáles brasileños?] es la retomada de la ortodoxia. La máxima de “apretar el cinturón” para enfrentar la turbulencia, tan popular en los años de auge del neoliberalismo, fue rehabilitada. Por ello, la entrada de Levy, al inicio del segundo período de Dilma Rousseff, fue celebrada por los medios y simultáneamente criticada por varios sectores del PT, precisamente por representar la retomada de una política económica alineada con la tendencia global de austeridad. Por cierto, en el discurso oficial del gobierno tal decisión fue presentada como la “necesidad irrefutable” de promover a la “consolidación fiscal” y se implementó través del recorte en el presupuesto del gasto en salud, educación y cultura. Asimismo, el gobierno lanzó la propuesta de incremento de los ingresos tributarios buscando resucitar mecanismos recaudatorios polémicos, sobre todo por su regresividad, como la Contribución Provisoria sobre Movimientos Financieros (CPMF). La salida de Levy y la entrada de Barbosa cambiaron el escenario. Sin embargo, el plan de Barbosa de retomar el crecimiento, no aumentar las tasas de interés y penalizar menos a la población ha sido tildado como una reedición de la “nueva matriz económica” y, por lo tanto, destinado a ser un inevitable fracaso.
Lo que parece existir detrás de estos juicios difundidos repetidamente por los medios no es solamente la adopción de un editorialismo programático tendencioso, sino una descalificación del pensamiento de orientación keynesiana, además de un evidente desconocimiento del vivo debate de ideas que compone la teoría económica. Un ejemplo de esta peculiar forma de comentario periodístico se encuentra en la columna de Raquel Landim (en especial, la publicada en Folha de S. Paulo ,18/12/2015). Para la comentarista, cualquier alusión a la retomada de la intervención puntual del Estado en la economía es una especie de “manifestación de la tendencia incontrolable al despilfarro de los recursos públicos” que domina el quehacer de cualquier izquierda en el poder y jamás una medida anclada en la tradición del pensamiento económico heterodoxo. La reconducción del país a un sendero de desarrollo –dónde el gasto público se traduce en inclusión social, a través de programas como el Bolsa Familia y la integración de la población negra a la universidad, entre otros– no está suportada en ninguna “superstición keynesiano-marxista” y menos aún en cualquier “chamanismo bolivariano”, sino que en sólida ciencia económica. En una palabra, hay racionalidad económica por detrás de la construcción de alternativas a las políticas de austeridad, aunque sus adversarios en la gran prensa no lo reconozcan de este modo.
No es únicamente en las columnas de economía que no queda ninguna duda sobre cómo la acción de los medios ha influido claramente como el diferencial de la balanza hacia la adopción de una agenda con tintes más neoliberales. La defensa de tal agenda se afianza en la implacable, pero tendenciosa, espada del combate a la corrupción. El espacio que se ha dado, por ejemplo, a la llamada Operación Lava-jato, en contra de esquemas de corrupción en la Petrobrás, va mucho más allá de la supuesta tarea informativa. El claro intento de desestabilización política que yace en la acción persecutoria del pseudo-periodismo de investigación pone a las mayores empresas de comunicación de masa (y los sectores socioeconómicos que representan) en un lugar privilegiado para influir en los rumbos del país. Vale mencionar que no se trata de ser condescendiente con las graves denuncias acerca de la idoneidad ética de políticos petistas o vinculados al gobierno, sino de destacar cómo se viene cosiendo, a través de la cobertura de los medios sobre el tema, una trama verdaderamente golpista. Incluso porque han optado por una “cobertura selectiva”, en la que escándalos tan o más graves, asociados a los partidos de oposición, en especial al PSDB, muchas veces no son ni siquiera divulgados.
Como dijimos, 2016 llegó para incrementar el panorama de incertidumbres que viene asombrando los brasileños. La acción de los grandes medios ha constituido un alimento cotidiano para el crecimiento del pesimismo, la satanización del PT y de todas las iniciativas de izquierda (que sí han cambiado el país), y para el aumento de la intolerancia y el surgimiento de movimientos de extrema derecha. No nos queda duda que la coyuntura internacional y la acción aciaga de la oposición y los medios tienen un peso significativo en la situación económica doméstica. Sin embargo, no podemos negar que la ruta errática que el gobierno de la presidenta Dilma Rousseff viene adoptando en el enfrentamiento de todos los problemas económicos y políticos que asolan el país no favorece ni a la recuperación económica ni a la construcción de una agenda nacional, que movilice a los distintos sectores sociales y económicos del país, que viabilice su permanencia en la ruta del crecimiento con inclusión social y evite que Brasil se sumerja en la recesión. Acompañemos sus próximos pasos.
* Crespo es Investigadora del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (CIALC-UNAM). Meireles Investigadora del Instituto de Investigaciones Económicas (IIEc-UNAM)