El cangrejo de la burocracia

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EARLE HERRERA | La película “Muerte de un burócrata” demuestra todo lo contrario de lo que enuncia su título: los burócratas no mueren. El nombre del film es un exceso de optimismo, pero más nada. Se trata de una ilusión. Al final, la burocracia impone su ley, esa madeja de mecanismos perversos de los que nadie puede escapar. 

La real academia entrega unas acepciones del fenómeno que resultan lingüísticamente burocráticas. Se zambulle en la etimología del término, califica de clase social a los funcionarios y concluye que se trata del “gobierno de los empleados públicos”.

Como todas las palabras, el vocablo se ha distanciado de su etimología y ha sido moldeado y transformado por el tiempo, los usos y costumbres de cada sociedad. Ya no remite únicamente a cuestiones de la función pública, gobiernos y estados. Asuntos tan distantes de la administración como el amor o el arte se pueden burocratizar. En el primer caso, el divorcio es un invento antiburocrático. En el segundo, la decadencia es unas veces causa y otras, consecuencia.

película “Muerte de un burócrata” demuestra todo lo contrario de lo que enuncia su título: los burócratas no mueren. El nombre del film es un exceso de optimismo, pero más nada. Se trata de una ilusión. Al final, la burocracia impone su ley, esa madeja de mecanismos perversos de los que nadie puede escapar.

La real academia entrega unas acepciones del fenómeno que resultan lingüísticamente burocráticas. Se zambulle en la etimología del término, califica de clase social a los funcionarios y concluye que se trata del “gobierno de los empleados públicos”.

Como todas las palabras, el vocablo se ha distanciado de su etimología y ha sido moldeado y transformado por el tiempo, los usos y costumbres de cada sociedad. Ya no remite únicamente a cuestiones de la función pública, gobiernos y estados. Asuntos tan distantes de la administración como el amor o el arte se pueden burocratizar. En el primer caso, el divorcio es un invento antiburocrático. En el segundo, la decadencia es unas veces causa y otras, consecuencia.

Hace algún tiempo, el gran narrador Alejo Carpentier alertaba cómo los poetas pueden convertirse en burócratas. El riesgo vale para todas las artes. Escribía el novelista cubano: “A fuerza de querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas. Invocado por medio de fórmulas consabidas que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de costureras, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o langostas o máquinas de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa, decía Unamuno, es aprenderse códigos de memoria”.

En el arte, sólo la imaginación creadora salva de la burocratización. En la política, lo pregonó Trotsky y lo reiteró el Ché, el único antídoto eficaz es “la revolución en la revolución”. Sin embargo, como la burocracia es inmortal, siempre quedará por allí, al acecho, para asaltar las estructuras y las personas a la primera oportunidad.

La Cuarta República intentó enfrentar el fenómeno con la reforma del Estado. Sólo que creó una instancia burocrática –la Copre- para superar la burocracia. El remedio alimentó y repotenció al parásito. La Asamblea Nacional Constituyente de 1999 convocó “a refundar la república”, una iniciativa que ha tropezado con obstáculos nada desdeñables: golpe de Estado, secuestro del Presidente, ruptura del hilo constitucional, paro sabotaje petrolero, guarimbas, sanciones del imperio y guerra mediática interna y transnacional permanente.

La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela sustituye la democracia representativa del puntofijismo, con la democracia participativa y protagónica. Como solía proclamar la luchadora Lina Ron: ¡Sólo el pueblo salva al pueblo! De allí la aprobación de un conjunto de leyes del poder popular. Pero las leyes, por sí solas, no bastan. Muchas cooperativas creadas en los primeros años de la revolución fueron rápidamente carcomidas por los vicios del viejo régimen.

La burocracia y la corrupción bailan pegadas. Se retroalimentan, se necesitan. De allí el planteamiento de la contraloría social. Sólo que a muchos contralores, los jerarcas los convirtieron en burócratas, vale decir, en sus empleados. Así de difícil es el camino, pero más allá del empoderamiento popular, no hay otro.

algún tiempo, el gran narrador Alejo Carpentier alertaba cómo los poetas pueden convertirse en burócratas. El riesgo vale para todas las artes. Escribía el novelista cubano: “A fuerza de querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas. Invocado por medio de fórmulas consabidas que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de costureras, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o langostas o máquinas de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa, decía Unamuno, es aprenderse códigos de memoria”.

En el arte, sólo la imaginación creadora salva de la burocratización. En la política, lo pregonó Trotsky y lo reiteró el Ché, el único antídoto eficaz es “la revolución en la revolución”. Sin embargo, como la burocracia es inmortal, siempre quedará por allí, al acecho, para asaltar las estructuras y las personas a la primera oportunidad.

La Cuarta República intentó enfrentar el fenómeno con la reforma del Estado. Sólo que creó una instancia burocrática –la Copre- para superar la burocracia. El remedio alimentó y repotenció al parásito. La Asamblea Nacional Constituyente de 1999 convocó “a refundar la república”, una iniciativa que ha tropezado con obstáculos nada desdeñables: golpe de Estado, secuestro del Presidente, ruptura del hilo constitucional, paro sabotaje petrolero, guarimbas, sanciones del imperio y guerra mediática interna y transnacional permanente.

La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela sustituye la democracia representativa del puntofijismo, con la democracia participativa y protagónica. Como solía proclamar la luchadora Lina Ron: ¡Sólo el pueblo salva al pueblo! De allí la aprobación de un conjunto de leyes del poder popular. Pero las leyes, por sí solas, no bastan. Muchas cooperativas creadas en los primeros años de la revolución fueron rápidamente carcomidas por los vicios del viejo régimen.

La burocracia y la corrupción bailan pegadas. Se retroalimentan, se necesitan. De allí el planteamiento de la contraloría social. Sólo que a muchos contralores, los jerarcas los convirtieron en burócratas, vale decir, en sus empleados. Así de difícil es el camino, pero más allá del empoderamiento popular, no hay otro.