La sociedad del espectáculo
Luis Britto García
Toda sociedad es espectáculo. Acudamos a nuestras comunidades yanomami: sus integrantes se pintan y decoran para convertirse en obras de arte ambulantes, viven inmersos en rituales que no controlan la naturaleza sino la cohesión del grupo, no solo viven en exhibición perpetua sino que nacimientos, iniciaciones, fiestas, exequias, son ceremonias colectivas en las que todos participan
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¿Habrá existido una sola sociedad exenta de esa escenificación simbólica? Los radicales jacobinos decretaron Festivales de la Diosa Razón, y los incrédulos positivistas Templos de la Ciencia. La mutación que lamenta Guy Debord en su ahora clásico libro La sociedad del espectáculo (Fundarte, 2015) es la progresiva delegación de la participación en los ritos sociales en intermediarios, aparatos, medios.
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Así como nuestro modo de producción opera la expropiación del capital y su masiva concentración en un número cada vez menor de manos, el capitalismo expropia la participación de las muchedumbres de espectadores y la concentra en un número cada vez más reducido de protagonistas: multimillonarios, vedettes, políticos; o sea, figuras mediáticas que representan ante multitudes pasivas.
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La ocasión hace al ladrón, y a veces al libro. Aparece La sociedad del espectáculo en 1967 como expresión de una protesta juvenil y preámbulo de un Mayo Francés igualmente simbólicos. Los jóvenes lucían cabello largo, indumentarias coloridas y desarrapadas. Los contestatarios se expresaban en el estilo caro a los “situacionistas”, pintarrajeando muros con consignas fulminantes: “Prohibido prohibir”, “La imaginación al poder”, “Los que hacen revoluciones a medias cavan sus propias tumbas”. Marchas y contramarchas esencialmente alegóricas dejaron apenas tres muertos: un infeliz policía que cayó bajo su caballo, el régimen de De Gaulle, quien renunció poco después tras ser derrotado en un referendo, y la propia izquierda, que por no atreverse a completar la revolución cavó su propio sepulcro de mediocres claudicaciones. Quien reduce su rebelión al espectáculo, termina dando la cómica.
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El libro de Debord debe ser por tanto leído con espíritu crítico y autocrítico. Prueban su validez medio siglo de políticos telegénicos, guerras excusadas con falsos atentados, excomuniones y beatificaciones televisivas, golpes de Estado mediáticos y estratificaciones sociales consagradas por el consumo ostensible. Pero no es solo el capitalismo lo que naufraga en el laberinto de las representaciones. El espectáculo también invita a la izquierda a sustituir ser por tener y tener por la apariencia. En su “Prólogo a la tercera edición” en 1992, afirma Debord: “Esta voluntad de modernización y unificación del espectáculo es la que ha conducido a la burocracia rusa a convertirse repentinamente, en 1989, a la actual ideología de la democracia: es decir, a la libertad dictatorial del mercado, atemperada por el reconocimiento de los derechos del hombre espectador”.
Y también: “La coherencia de la sociedad del espectáculo de alguna manera ha dado la razón a los revolucionarios, puesto que se ha visto claramente que no se puede reformar el detalle más insignificante sin deshacer el conjunto. Pero, a la vez, esa coherencia ha suprimido cualquier tendencia revolucionaria organizada suprimiendo los terrenos sociales donde esta había podido expresarse mejor o peor: del sindicalismo a los diarios, de la ciudad a los libros. De una sola vez ha podido ponerse en evidencia la incompetencia y la irreflexión de las que esa tendencia era portadora natural. Y, en el plano individual, la coherencia reinante es muy capaz de eliminar, o comprar, algunas eventuales excepciones”. Como señalo al final de mi libro La máscara del Poder (1988): “Mientras busquemos el Poder a través de la máscara, la Máscara nos tendrá en su poder”.