Izquierda social e izquierda política

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RAÚL ZIBECHI| La profundización de las diversas crisis y la emergencia de nuevos movimientos están promoviendo un debate sobre el papel de la izquierda en los cambios posibles y deseables. Muchos apuestan a una profunda renovación o a la unidad como forma de encontrar un norte que permita quebrar la hegemonía del sector financiero.

En general, los debates apuntan al papel de la izquierda política, o sea los partidos que se proclaman de izquierda. Superar las divisiones históricas, supuestamente alimentadas por diferencias ideológicas, sería un paso decisivo para ir más allá de la situación actual. La unidad entre las tres grandes corrientes, socialistas o socialdemócratas, comunistas y anarquistas o radicales, sería un paso imprescindible para que este sector esté en condiciones de jugar un papel decisivo en la superación de la crisis actual.

La experiencia histórica dice, sin embargo, otra cosa. La primera es que los partidos de izquierda no se unen si no existe un poderoso movimiento desde abajo que les imponga una agenda común. Quiero decir que los partidos de izquierda dependen del estado de ánimo y la disposición, para resistir o para acomodarse al sistema, de los trabajadores. Para la gente común los debates ideológicos son cosa de poca importancia.

Las experiencias del Frente Popular en la España republicana, de la Unidad Popular en el Chile de Salvador Allende y del Frente Amplio en Uruguay, indican que es el empuje de los diversos abajos lo que termina por derribar los sectarismos e impone, como mínimo, la unidad de acción. Fue la potencia del movimiento obrero la que decidió a los anarquistas a apoyar en las urnas a los candidatos del Frente Popular, venciendo sus resistencias a lo electoral.

La segunda es que ese 99 por ciento que se supone que somos, frente al uno por ciento que detenta el poder y la riqueza, tiene intereses diversos y, en esta etapa del capitalismo, contradictorios. A grandes rasgos, hay dos abajos, como dicen los zapatistas. Los de más abajo, o los del sótano –indios, afros, inmigrantes, clandestinos e informales–, componen el sector más oprimido y explotado del amplio mundo del trabajo. Ese mundo está integrado básicamente por mujeres y jóvenes pobres, en general de piel oscura, que viven en áreas rurales y en periferias urbanas. Son los más interesados en cambiar el mundo, porque son los que no tienen nada que perder.

El otro abajo es diferente. En 1929 sólo uno por ciento de los estadunidenses tenía acciones que cotizaban en la bolsa de Wall Street. En 1965 ya eran 10 por ciento, y en 1980, 14 por ciento. Pero en 2010 50 por ciento de los estadunidenses eran propietarios de acciones. Con la privatización del sistema de jubilaciones y la creación de los fondos de pensiones, todo un sector de la clase trabajadora quedó engrapado al capital. General Motors y Chrysler fueron salvadas de la quiebra en 2009 por los aportes de los fondos controlados por los sindicatos.

La segunda minera del mundo, la brasileña Vale, rechazada por ambientalistas y sin tierra, es controlada por Previ, fondo de pensiones de los empleados del Banco de Brasil, que tiene junto al BNDES una sólida mayoría en el consejo de administración de la multinacional. Los fondos de pensiones de Brasil tienen inversiones que representan casi 20 por ciento del PIB del país emergente y controlan enormes empresas y grupos económicos. Los fondos son el núcleo de la acumulación de capital y son gestionados por sindicatos, empresas y Estado.

Se trata apenas de dos ejemplos bien distantes para ilustrar el hecho de que la izquierda social, o los movimientos, supuestamente antisistémicos, tienen intereses contradictorios.

La tercera cuestión es que si reconocemos esta diversidad de intereses es para construir estrategias de cambio que estén enraizadas en la realidad y no en declaraciones o ideologías. ¿Cómo unir obreros manuales que ganan una miseria con empleados de cuello blanco que se sienten más cerca del patrón que de sus “hermanos de clase”?

Los obreros que construyen la gigantesca hidroeléctrica de Belo Monte en Brasil, que será la tercera del mundo, se lanzaron a la huelga en diciembre porque ganan 500 dólares mensuales por 12 horas diarias de trabajo y la comida que les sirven está podrida. Los representantes sindicales fueron hasta la obra para convencer a los obreros de que volvieran al trabajo. Los fondos de pensiones de tres empresas estatales tienen 25 por ciento de las acciones del consorcio que construye Belo Monte.

Los trabajadores de Petrobras, de la Caja Económica Federal y del Banco do Brasil están interesados en el éxito de Belo Monte ya que sus fondos de pensiones, controlados en gran medida por delegados sindicales, repartirán más dinero a costa de la explotación de los obreros, de la naturaleza y de los indígenas que desplaza la hidroeléctrica.

La cuarta es que toda estrategia para cambiar el sistema debe instalarse sólidamente entre aquellos que más sufren este sistema, los del sótano. Pensar en la unidad orgánica de los de abajo es colocar en el timón de mando a los que hablan y negocian mejor, a los que tienen más medios para estar allí donde se toman las decisiones, o sea, el arriba del abajo. Son los que mejor se mueven en las organizaciones formales, las que cuentan con locales amplios y cómodos, funcionarios y medios de comunicación y de transporte.

Los del sótano se reúnen donde pueden. A menudo en la calle, el espacio más democrático, como los Occupy Wall Street, los indignados de Grecia y España, y los rebeldes de El Cairo. No lo hacen en torno a un programa sino a un plan de acción. Y, claro, son desordenados, hablan a la vez y a borbotones.

Las estrategias para cambiar el mundo deben partir, a mi modo de ver, de la creación de espacios para que los diferentes abajos, o izquierdas, se conozcan, encuentren formas de comunicarse y de hacer, y establezcan lazos de confianza. Puede parecer poco, pero el primer paso es comprender que ambos sectores, o trayectorias, nos necesitamos, ya que el enemigo concentra más poder que nunca.