El día en que Juan Pablo II humilló a Monseñor Romero en el Vaticano

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El obispo salvadoreño que acaba de ser elevado a Beato, viajó a Roma con las pruebas de la persecución de la dictadura a los sacerdotes. El Papa lo maltrató. A los tres meses Monseñor Romero fue asesinado.

Antes de que las ruedas de una tanqueta pasaran por encima del rostro del sacerdote salvadoreño Octavio Ortiz, un verdugo le había cortado el cuello con un cuchillo. Los grupos paramilitares que respaldaban la dictadura del general Carlos Humberto Romero Mena, lo habían acusado de darle apoyo y de pertenecer a la guerrilla del Frente Furibundo Martí. Con Ortiz, eran cinco los religiosos asesinados en 1979 bajo la consigna: Haz patria, mata a un cura.

La extrema derecha que mandaba en El Salvador buscaba atajar a sangre y fuego los postulados de la Teología de la liberación asesinando religiosos. El obispo de San Salvador, Óscar Romero quiso hacerle frente a la persecución a la que estaban sometidos los sacerdotes en su pais y viajó a Roma, a entrevistarse con el recién nombrado Papa Juan Pablo II. Era su superior jerárquico y se veía en la obligación de denunciar las atrocidades que se cometían contra la iglesia católica y sus prelados.

Monseñor Romero llegó con cita confirmada al despacho papal pero no fue recibido. Los ayudantes del pontífice se las arreglaron para que la reunión no se diera. “Ya debes saber que el correo italiano es un desastre” fue la frase que le dieron como excusa. Le cerraron todas las puertas en su cara.

Sin resignarse a regresar al Salvador sin haber hablado con el Juan Pablo II, monseñor Romero hizo la tarea como cualquier feligrés que viaja a Roma a conocer al Papa: madrugó el domingo para estar en primera fila en la plaza de San Pedro a la espera del saludo. Cuando le llegó el momento de darle la mano simplemente le dijo: “Soy el arzobispo de San Salvador y necesito hablar con usted” . Sin otra salida, el Papa le concedió la audiencia para el día siguiente. .

Monseñor Romero colocó sobre la mesa del despacho una caja con los documentos e informes que revelaban los abusos, las calumnias, la campaña de difamación que el gobierno del general Romero Mera había emprendido contra la iglesia salvadoreña.

Impaciente, casi despreciativo el Papa le responde: – ¡Ya les he dicho que no vengan cargados con tantos papeles! Aquí no tenemos tiempo para estar leyendo tanta cosa.

Sorprendido, con las lágrimas en los ojos, el obispo de San Salvador abrió el sobre que guardaba la foto del rostro del sacerdote Octavio Ortiz destruido. Le contó la historia del origen campesino del cura, la tarde en que lo ordenó, el día en el que fue apresado por el gobierno sólo porque le estaba enseñando a los muchachos de un barrio humilde de San Salvador el evangelio. “Lo mataron con crueldad y hasta dijeron que era guerrillero…” Viendo la foto de refilón, Karol Wojty le preguntó “¿Y acaso no lo era?”.

Monseñor Romero soportó todo. El consejo del Papa no podía ser màs sorprendente: establecer puentes con la dictadura y le recuerda que el General es católico, y por tanto algo bueno habrá de tener.

Abandonado por su iglesia, el obispo endurece aún más su discurso en donde denunciaba la arbitrariedad y la represión del ejército y el hambre insaciable del “imperio del infierno” calificativo que le daría a los terratenientes. Las amenazas aumentan hasta que su círculo íntimo decide como una precaria medida de seguridad, limitar sus misas al oratorio del hospital para cancerosos La divina providencia. Pero hasta allí llegaron sus verdugos. El 24 de marzo de 1980, tres meses después de haber estado en el despacho papal, un francotirador, en plena homilía, le revienta de una bala el corazón.

El Vaticano mantuvo silencio, pero América Latina lo adoptó como el santo de los oprimidos. Treinta y cinco años después de que la causa de su canonización se hubiera dilatado por el desinterés del papado de Juan Pablo II en los sacerdotes del movimiento de la Teología de la liberación y con la ayuda cómplice para obstaculizar el proceso de los cardenales colombianos Alfonso López Trujillo y Darío Castrillón, Monseñor Oscar Romero fue beatificado en su propia tierra donde libró su gran batalla por volver realidad la palabra del evangelio.