Tiempo de definiciones

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Reinaldo Iturriza – AVN

Foto: Malva Suárez Silva

En 1968, treinta años antes de que el chavismo descartara la opción insurreccional y se decidiera por la vía pacífica y democrática para hacer la revolución bolivariana, Orlando Araujo afirmaba sobre el carácter del pueblo venezolano: “es paciente hasta extremos imponderables”.

Puede presentirse el tono de ajuste de cuentas de Araujo. Un tono que seguramente habrá sido producto de su rechazo al discurso sobre la irracionalidad popular, de la imposibilidad del sujeto popular para expresar su voluntad a través de la razón. Un discurso que plena la ensayística política venezolana, muy dada a presentar al pueblo como presa fácil de los partidos de turno, y protagonista de una violencia que nunca controla y que obedece a fines que no son los suyos.

En esto pensaba al tratar de entender las implicaciones de las sanciones del gobierno estadounidense contra nuestro país, aplicadas bajo el pretexto de una supuesta “amenaza inusual y extraordinaria a la seguridad nacional y política exterior de Estados Unidos planteada por la situación en Venezuela”, en razón de lo cual habría declarado incluso, contra toda sensatez, “emergencia nacional”.

No se trata sólo de la Faja Petrolífera del Orinoco. Todo este asunto no puede despacharse con razonamientos del tipo: se impone la brutal pragmática económica de un Imperio en decadencia, cuyas urgencias geoestratégicas le obligan a apoderarse cuanto antes de nuestras reservas energéticas.

Está en juego también la política que bien ha sabido hacer el chavismo en estas tierras.

La importancia de Venezuela a escala global no viene dada exclusivamente por tener las mayores reservas probadas de petróleo. Venezuela es también yacimiento político: su base social de apoyo, proveniente fundamentalmente de las clases populares, se ha hecho de una cultura política profundamente democrática, fraguada en la lucha, que le sirve de inspiración en las circunstancias más adversas, y de aliento para seguir luchando. Ésta es nuestra principal reserva: la ética. Y es la que más debemos cuidar.

El significado histórico del chavismo tiene que ver con su capacidad para demostrar que es posible comenzar a construir una democracia liberada de las amarras conceptuales del liberalismo burgués, enfrentándose constantemente, en la calle y por la vía electoral, con las fuerzas más retrógradas, es decir, más radicalmente antidemocráticas, y resultar airoso.

Más notable aún, cuando el escenario del conflicto ha sido la calle, el chavismo ha procedido casi siempre como fuerza que contiene y aísla a los violentos, en abierto contraste con el antichavismo, más proclive a la persecución del pueblo chavista y a la violencia terrorista.

Respecto de lo electoral, el chavismo no sólo democratizó el registro (históricamente negado a amplias capas de la población, como la ciudadanía misma), sino que multiplicó los centros electorales (que comenzaron a instalarse en los barrios) y blindó técnicamente el proceso de votación. Pero sobre todo, desde el inicio instituyó como práctica dirimir el conflicto por la vía electoral, hasta el punto de que en Venezuela se han celebrado más elecciones durante la revolución bolivariana que durante todo el siglo XX.

Por eso decimos: en las actuales circunstancias está en juego también una experiencia política, intensa y gratificante, que es obra y gracia de las mayorías populares. El experimento más radicalmente democrático que haya protagonizado el pueblo venezolano en toda su historia. Una experiencia, por cierto, que bien sabrá valorar no sólo el chavismo mayoritario, sino el pueblo que, con todo derecho, adversa a la revolución.

El chavismo ha demostrado que se puede ser, como decía Araujo, “paciente hasta extremos imponderables” cuando se trata de que se imponga la política revolucionaria por encima de la voluntad de la oligarquía, que apela a la violencia cada vez que puede porque sueña con la muerte violenta de la revolución bolivariana.

No nos extrañemos si hoy la minúscula base social de la oligarquía, muy inculta políticamente y presa del odio de clases, celebra desvergonzadamente las agresiones imperialistas: está en su naturaleza ser cipaya hasta el extremo. Al contrario, recordemos que justo esa falta de ponderación, esa debilidad de carácter, es la que le impide ser una opción política viable.

La oligarquía no le perdonará al chavismo, y tampoco el “complejo industrial-militar” (como dijera Eisenhower en 1961) que gobierna Estados Unidos, el hecho de que un ejercicio de “paciencia” tal haya sido encabezado por un hombre como Hugo Chávez Frías. Llanero, zambo, para colmo militar, lo subestimaron siempre. Tanto, que el Comandante murió invicto.

“Chávez era un guerrero”, me decía el General en Jefe Jacinto Pérez Arcay hace un par de semanas. Por supuesto que tiene razón el Maestro Pérez Arcay: era un guerrero. Pero también un político. Un guerrero con una extraordinaria capacidad para la estrategia política, que es todo lo contrario de un político guerrerista. ¿Qué define a este último? La manera cómo actúa llegado el momento del acontecimiento revolucionario: entonces procede como sólo saben hacerlo los peores carniceros, asesinando a mansalva al pueblo sublevado. Como el 27F de 1989.

Chávez, en cambio, era un guerrero político. Un hombre que depuso las armas en 1992 porque “ya es tiempo de evitar más derramamiento de sangre, ya es tiempo de reflexionar, y vendrán nuevas situaciones”. Y ese sentido de la estrategia, esa singular racionalidad, esa mirada puesta en la oportunidad que habrá de crearse, esa mesura, esa “paciencia” que incontables veces fue interpretada como signo de debilidad, define, por supuesto, al sujeto político que se templó en la medida en que se templaba el liderazgo de Chávez. Uno y otro son causa y consecuencia.

Es la misma “paciencia” chavista a la que apela Nicolás Maduro cada vez que hace llamados a la paz y al diálogo que, como si una tara intelectual se interpusiera, son interpretados como retórica vacía o signos de debilidad, y no como lo que realmente son: un alegato en favor de la defensa de la democracia venezolana, una defensa del derecho que tenemos todos a pensar diferente, pero siempre con respeto a la voluntad de la mayoría. Dentro de la Constitución, todo.

En nombre de la supuesta “intimidación sobre adversarios políticos” (una acusación que provocaría risa si no fuera, por citar un solo ejemplo, por la intimidación que padece toda persona “sospechosa” de chavista en aquellas zonas donde tienen lugar guarimbas), entre otros, el gobierno estadounidense amenaza con actuar como tantas veces lo ha hecho desde su fundación como nación, y como lo hace hoy en varios lugares del planeta: como un “establishment” que necesita de la guerra para prevalecer. Como una nación guerrerista.

Pretende, así, hacer que prevalezca la violencia y la muerte donde hoy comienza a florecer la democracia. Pretende también que el pueblo venezolano pierda la paciencia. Porque paciente ha sido, sí, pero como advertía el mismo Orlando Araujo, “la violencia, sin embargo, estaba latente porque no se había resuelto para los venezolanos el problema fundamental de ser independiente”.

El Presidente Nicolás Maduro lo ha dicho: estamos en “tiempo de definiciones”. O asumimos la defensa de la democracia amenazada para que sea posible seguir resolviendo nuestros problemas fundamentales, entre venezolanos, o permitimos que se imponga la violencia.

Para decirlo a la manera chavista: nuestra victoria será la paz. Pero incluso si ella, la paz, no fuera posible, será nuestra la victoria. Que nadie albergue la menor duda al respecto.