Venezuela, año I después de Chávez
ALEJANDRO FIERRO | Es difícil establecer cuál es la verdadera situación de Venezuela a un año del fallecimiento de Hugo Chávez. Son muchos los acontecimientos que ha vivido el país caribeño en estos doce meses y el análisis se vuelve complicado debido a una enorme manipulación informativa que alcanza límites grotescos.
Como primer hecho objetivo cabría señalar que la Revolución Bolivariana no se ha desmoronado con la desaparición de su fundador. Es un dato capital, puesto que la actual situación de conflictividad se deriva del mantenimiento del chavismo como una opción sólida y sin fisuras.
Efectivamente, la oposición había basado toda su estrategia en la tesis de que la ausencia de Chávez significaría el fin del proceso socialista. Las clases populares se desmovilizarían ante la pérdida de su referente emocional y la dirigencia implosionaría en mil pedazos por unos enfrentamientos internos que sólo el hiperlíder podía controlar. Las elecciones del 14 de abril de 2013 parecían darle la razón. Henrique Capriles, en un ejercicio de travestismo político no exento de cierto cinismo, se convirtió en el máximo defensor de Chávez. Se trataba de acentuar el vacío dejado por un hombre extraordinario al que nadie podría reemplazar y mucho menos un Nicolás Maduro caricaturizado hasta el extremo por los medios de comunicación, en su gran mayoría en manos de la derecha. Éste ganó por tan sólo el 1,49% de los votos.
Sin embargo, ocho meses después el chavismo arrasaba en los comicios municipales con diez puntos de ventaja. Capriles había tratado de otorgar a esas elecciones un carácter plebiscitario sobre la gestión de Maduro. De ser así, el actual presidente salía ampliamente refrendado.
Los resultados demostraron que la derecha continúa sin saber leer el país actual, muy diferente a aquel estado fallido que era Venezuela en la década de los 90. Sus análisis están lastrados por su condición de clase. Sigue pensando que los sectores populares son una masa irracional que se mueve a golpe de alimentos subsidiados y dádivas clientelares. No es capaz de entender que en estos quince años el pueblo ha tomado conciencia de su papel político y a partir de ahí se ha organizado: comunas, consejos comunales, movimientos y colectivos, frentes agrícolas y pesqueros… Basta con dar una vuelta por los barrios de las grandes ciudades o los pueblos del interior para comprobar la fortaleza de este tejido social. Pensar que se evaporarían con la muerte de Chávez es una ingenuidad propia de quien cree que el poder le pertenece por designio divino.
Los dirigentes chavistas, por su parte, han dado muestras de grandes dosis de sentido común. Sabían que la unidad era fundamental en esta nueva etapa de transición hacia un liderazgo colectivo. Las diferencias, consustanciales a cualquier formación política, pasaron a un segundo plano. No se ha oído una sola crítica pública de la dirigencia a Maduro, ni siquiera en los días posteriores a su elección, cuando los ánimos estaban bastante decaídos por lo exiguo de su victoria. Todo lo contrario que la oposición, una amalgama de intereses personalistas de difícil encaje en la que los cuchillos largos se desenvainan a la primera ocasión, como se ha podido comprobar con un Capriles ya amortizado por su propia gente.
Y es ante la evidencia de que el chavismo continúa siendo la primera fuerza política que la facción más extrema, encabezada por Leopoldo López y María Corina Machado, moviliza a su gente con el objetivo de derrocar a Maduro. Tratan de lograr en la calle lo que las urnas les niegan. Todas las encuestas señalan que el chavismo volvería a ganar hoy unas elecciones. La situación económica y la inseguridad, problemas por supuesto reales y acuciantes del país, no son para ellos más que las excusas para encubrir su verdadera meta. De hecho, han desoído una y otra vez los llamamientos del presidente para colaborar en la resolución de ambos temas, llamamientos que, por supuesto, no son recogidos por la prensa venezolana e internacional.
La derecha vuelve a hacer gala de su miopía. Las clases populares no se sumarán a una estrategia que no propone ninguna iniciativa en positivo y que tan sólo exige la salida del presidente electo. Tampoco puede contar con el ejército. Por primera vez en la convulsa historia venezolana, los militares son fieles al mandato constitucional que les obliga a acatar las órdenes del poder ejecutivo. Las protestas se mantienen circunscritas a las clases altas y partes de las clases medias y no son capaces de romper estos límites. Las mayorías del país son mayorías silenciadas por los grandes medios de comunicación pero no mayorías silenciosas. Cada día, con su trabajo, su actividad organizativa y su accionar político gritan un rotundo ‘no’ a cualquier intento antidemocrático de alcanzar el poder. Es tan sólo todo el pueblo, y no una parte de él, quien puede decidir. Esta década ha sido un periodo de aprendizaje político y democrático de quienes nunca contaron para los poderosos del país. Los que parecen no haber aprendido nada son, precisamente, esos poderosos.