El papa Francisco, ese extranjero
ANGELO PANEBIANCO| El 25 de noviembre Vladimir Putin acudirá a Roma, al Vaticano, para reunirse con el papa. Más allá de otros significados que podría revestir su visita, sobre todo para las relaciones futuras entre el catolicismo y el cristianismo ortodoxo, esta cita será la de dos hombres que el verano pasado se opusieron mano a mano a Estados Unidos (y a Francia) con relación a Siria.
Mientras un Obama indeciso deshojaba margaritas para decidir si intervenir o no para castigar a [Bashar] el Assad por el uso de armas químicas, Putin y Francisco actuaban concertadamente para evitar la intervención estadounidense. El papa llegó a avivar la polémica al llegar a sugerir que la guerra civil en Siria la alimentaban los comerciantes de armas. Se dirigía sobre todo a un Occidente ávido de beneficios.
Es hora de que Europa reflexione sobre qué significa, no sólo para Europa sino para Occidente en su conjunto, este papa que viene de un mundo muy diferente al nuestro. Un papa que, con relación a Europa, conjuga de manera paradigmática la diversidad cultural y la capacidad de generar atención, atracción e incluso entusiasmo.
La relación entre el papa y su rebaño y ese intento de reformar en profundidad la Iglesia de Roma, que concierne al mundo católico, solo pueden ser observados con respeto por quienes no pertenecen a este mundo. Pero la relación del soberano pontífice con Europa incumbe a todos los europeos. Como lo atestiguan los cambios geopolíticos en curso, de los que un aspecto, quizá uno de los más importantes, es justamente la llegada de Jorge Mario Bergoglio a la Santa Sede.
Podría considerarse que la llegada de un papa oriundo de América Latina repara una anomalía que, estas últimas décadas, era cada vez más evidente y cortante. Mientras el catolicismo se extendía y se consolidaba fuera de Europa, retrocedía de manera espectacular en la que otrora fuere el corazón de la Respublica Christiana. Europa es realmente el continente en el que la secularización (con forma de descristianización) ha arraigado más profundamente en las últimas décadas.
Desde este punto de vista, Europa es una excepción con relación al resto del mundo (incluido Estados Unidos). La vigencia y la vitalidad persistente del catolicismo, y del cristianismo en general, en las zonas extra-europeas vienen a contrarrestar el retroceso que reflejan en el Viejo Continente. Hasta el punto de que algunos sociólogos de las religiones sustentan la hipótesis de que el cristianismo, si se confirma esta tendencia, se convertirá rápida, y casi exclusivamente, en una religión extra-europea. En este sentido, la elección de Bergoglio repara esa anomalía.
Pero esta elección obviamente tiene un sentido geopolítico más amplio. Ha sido el signo, y la ilustración, del ajuste drástico del peso del mundo occidental en el equilibrio a escala internacional. Ha sido así para beneficio de los mundos extra-occidentales emergentes. Es normal que un hombre de la Iglesia, sea papa o un simple cura, alimente su visión cristiana con los valores y las ideas propias de la sociedad de la que procede. Y la tierra en que Bergoglio se educó tiene una tradición que indudablemente está muy alejada de la Europa liberal. Una circunstancia que podría, con el tiempo, suponer un problema con la relación entre este papa y Europa: un mundo del que no conoce gran cosa y, según parece, que apenas le entusiasma.
Desplazamiento a la periferia
La gran fuerza del catolicismo siempre ha consistido en su capacidad de unir su potente mensaje universalista de salvación a la capacidad de reforzar las experiencias y las peculiaridades locales. Cuando los papas eran italianos, el resto de las Iglesias católicas europeas conciliaban muy sabiamente la fidelidad al obispo de Roma con el desarrollo de los rasgos nacionales. Bajo la égida de los papas europeos, las Iglesias extra-europeas hacían lo mismo, como tenía que ser.
Fue todavía así durante el pontificado de Juan Pablo II, cuyo carisma no tenía nada que envidiar al de Bergoglio. Aunque el centro del catolicismo estaba todavía sólidamente anclado en Europa, mientras las Iglesias extra-europeas se veían confinadas a la “periferia”. Hoy en día, Europa se desliza hacia la periferia y se salva únicamente porque la sede física del papado se encuentra en Roma. Una situación inédita para los católicos europeos (aunque en realidad lo es para todos los europeos).
Sobre las distintas Iglesias nacionales, incluida la italiana, recaerá la tarea de reforzar ante los ojos del sumo pontífice lo que tiene de bueno, y de peculiar, de irreducible frente a otras experiencias de la tradición europea. Sin lo que la Iglesia no podrá concebir, en el futuro, relaciones duraderas y armoniosas con Europa. Y de encontrar pistas para frenar la secularización de esta última. Más allá de la simpatía que despierta hoy en día este papa, su mensaje universalista podría a la larga fracasar contra las barreras y las fosas, forjadas a lo largo de la historia, que separan Europa del resto del mundo