Auge y caída de los economistas puros
CÉSAR HENRÍQUEZ| Hay economistas que definen a la disciplina que practican como una ciencia (cuasi) natural. Se sentirían honrados si lograran mudar las Escuelas de Economía a la Facultad de Ciencias, al lado de la Física y la Química. Según ese discurso, la Economía respondería a leyes y modelos fundados en axiomas seguros que, al estar además apoyados en el sentido común, se imponen con facilidad a los individuos y naciones.
Ante esa circunstancia la política y las ideologías serían un reflejo mal elaborado, torpe, cargado de irracionalidad. Entre esos axiomas, fuera de la discusión, se encuentran el principio de escasez, la existencia de un mercado natural y la tesis del Estado mínimo. Una reflexión alternativa sin embargo pone en evidencia la insuficiencia de esa concepción.
En cuanto al principio de escasez vale decir, que si bien es cierto que la organización de la producción responde a un cálculo empresarial en base a recursos limitados, el sistema económico como un todo no consigue hacerse cargo de los “bienes libres” (la atmósfera, los ríos, los océanos, la naturaleza en general), cuya degradación involucra costos que, como lo señala el economista español J.M. Naredo, no consiguen ser incorporados a los procedimientos contables ordinarios. Aún después de haberse demostrado que su expoliación los convierten en bienes “escasos”, de los que depende, debido a sus consecuencias globales, la sobrevivencia de la población y del planeta. Una paradoja que plantea el conflicto irresoluble entre la racionalidad parcial de los agentes privados y la irracionalidad del sistema en su conjunto. Basta pensar en la posibilidad de extender a todos los países el nivel de uso de materiales y energía del norteamericano o europeo promedio para caer en cuenta de la insolvencia de ese sistema de cálculo.
El mercado, por otra parte, está lejos de ser una realidad natural. Como lo planteara el economista venezolano H. Silva Michelena, el mercado es tan institucional como lo es el Estado, pues impone costos distintos a los directamente productivos: los llamados costos de negociación, entendidos como la “definición, protección y cumplimiento coactivo de los derechos de propiedad”. Mismos que se expresan entre otras, bajo la forma de leyes promovidas o vetadas por las corporaciones empresariales, preferencias ideológicas y el financiamiento de propuestas electorales sensibles a sus estrategias.
Como lo sabe además la Antropología Cultural, apoyada en el estudio sociohistórico de los rasgos comunes a la diversidad de pueblos, el mercado (sustentado en la competencia y la rivalidad) es sólo una de las formas del intercambio y distribución. Al lado de la cual existen la reciprocidad y la donación (relacionadas con la prestación gratuita de bienes y servicios que asumen las familias) y, en tercer lugar, la redistribución, que está a cargo de la autoridad pública. Prueba de ello es, por ejemplo, lo que ocurre con el funcionamiento del mercado de trabajo: a pesar de todo lo que se dice sobre sus posibilidades de autorregulación, si bien es cierto que todo empleo genera un ingreso, la realidad nos muestra que puede haber ingresos sin empleos. Expresión esto del auxilio social que corre por cuenta del Estado y las familias ante los “perdedores“ del juego económico.
El Estado no es una excrecencia irracional, como gustan de pensar los hombres de negocios y muchos de los economistas que trabajan para ellos. A menudo debe hacer frente a las externalidades (daño ambiental, exclusión social, desigualdades) con iniciativas que sirvan a los afectados para neutralizar o negociar sus efectos adversos. Con ello se crean instituciones que, ciertamente, suelen ser muy costosas y poco transparentes, pero hay que tener en cuenta que la falla de origen se encuentra en la irracionalidad del sistema como un todo. Lo que a menudo afecta las posibilidades correctivas del Estado mismo y termina por convertirlo en parte del problema.
En un contrasentido, como lo sostiene el economista egipcio Samir Amin, que mientras las ciencias naturales se apoyan en axiomas de validez temporal (los que son ratificados o abandonados de acuerdo a su pertinencia para explicar las cosas), los “economistas puros” se aferran a los suyos como fórmulas dogmáticas, que siguen intactas en lo fundamental tal como fueron formuladas desde finales del siglo XIX por la escuela neoclásica.
No es aislando lo económico de lo político y lo socio-cultural como vamos a entender y mejorar el mundo en el que nos toca vivir. Hay que avanzar en la construcción de teorías globales que integren esas dimensiones, como lo intentan, entre otros, los economistas disidentes partidarios del Enfoque de la Socioeconomía. Se requiere dejar atrás los esquemas unidimensionales con los que se recrean los economistas puros, mientras millones de personas acarrean los “costos” de su virginidad intelectual.