Zibecchi: Lo que debemos defender en Venezuela/ Teruggi: La corrupción: el uso privado de la cosa pública

Lo que debemos defender en Venezuela

Raúl Zibechi|
Desde el golpe de estado de abril de 2002, la injerencia de Estados Unidos (EU) en Venezuela debería estar fuera de discusión. Probablemente haya comenzado antes de esa fecha, pero podemos tomarla como punto de inflexión y de no retorno. De ahí en más, la política de la Casa Blanca ha sido la de poner fin a los gobiernos chavistas, ya sea por la vía de los golpes o por caminos indirectos, pero con los mismos fines.

La defensa de la soberanía de las naciones y de la autodeterminación de los pueblos, es un principio irrenunciable de los movimientos antisistémicos en todo el mundo. De cualquier nación, independientemente del color de los gobiernos y del tipo de regímenes que tengan. Se trata de un principio de similar importancia que el respeto a los derechos humanos, que debe tener un carácter universal.

El tema cobra relevancia porque la política internacional de EEUU deja de lado la soberanía de las naciones, cada vez con mayor contundencia, tomando como excusa el respeto a los derechos humanos que, en realidad, encubre la ambición geopolítica de extender la dominación sobre todos los países del mundo. La implosión del socialismo real aceleró esta deriva, ya que desapareció el argumento del comunismo como excusa para intervenir en los asuntos internos de las naciones.

En el caso de Venezuela, la defensa del principio de soberanía tiene una doble trascendencia. Por un lado, porque la política imperialista buscó siempre controlar aquellos países que tienen grandes reservas de hidrocarburos, por lo menos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Por otro, porque EU definió hace más de un siglo a la cuenca del Caribe como un mare nostrum, donde su dominio geopolítico debe ser exclusivo y excluyente. La reacción militarista al terremoto en Haití en 2011, con la movilización masiva de la Cuarta Flota, el envío de un portaviones y la toma del aeropuerto de Puerto Príncipe, puso de relieve ese dominio exclusivo sobre la región.

De forma lamentable este principio de la soberanía nacional ha sido abandonado por una parte de las izquierdas bajo la globalización. No importa quién sea el que realiza la injerencia, ni el carácter del país que la padezca. Por oprobioso que nos parezca un régimen (pienso en Arabia Saudita, por ejemplo), no es defendible la intervención de potencias para liberar a su pueblo del yugo de la monarquía.

Las luchas antimperialistas y anticoloniales se han guiado por el principio de la soberanía nacional, desde la solidaridad con el pueblo de Vietnam hasta el apoyo al pueblo argelino en sus respectivas luchas por la independencia. Hoy pasa por el rechazo a la injerencia de la OEA, de la mano del señor Almagro, para tumbar al gobierno de Nicolás Maduro, así como la actitud de varios gobiernos latinoamericanos.

En paralelo, quienes rechazamos la invasión de la OTAN a Libia o la intervención de Estados Unidos en Colombia, no podemos apoyar, por ejemplo, la injerencia de China en la guerra civil en Sri Lanka o la de Rusia en Siria. En este punto, parece evidente que los análisis se alejan de la unanimidad.

Las guerras entre estados son bien diferentes de las luchas de clases. Un siglo atrás Lenin llamaba a convertir la guerra interimperialista en guerra de clases, porque se negaba a apoyar a ninguno de los bandos. El triunfo de la revolución rusa y la posterior creación de un campo socialista, debilitó el principio de la soberanía de las naciones, al punto que buena parte de las izquierdas apoyaron la invasión a Checoslovaquia por la Unión Soviética, en 1968, con la excusa de la lucha contra el imperialismo.

En América Latina la inmensa mayoría de los movimientos populares no dudan sobre la necesidad de defender la soberanía de Venezuela. Sin embargo, existe una profunda división sobre si en ese país hay o hubo una revolución, acerca de si la defensa de la independencia del país es sinónimo de la defensa de un supuesto proceso revolucionario.

A mi modo de ver, en Cuba hubo una revolución. Pero en Venezuela no la hubo. El núcleo de una revolución gira en torno a la creación de un nuevo poder, que implica la supresión de las burocracias civil y militar por el pueblo en armas y la elección y revocación de los funcionarios. Algo que no puede hacerse de forma gradual, sino mediante la crítica de las armas (Marx). En Venezuela, el poder lo tienen los altos mandos militares y los altos funcionarios del Estado, que a menudo son las mismas personas.

Es cierto que el llamado proceso bolivariano ha hecho cosas importantes, como la creación de múltiples organizaciones de base: Mesas Técnicas de Agua, Comités de Tierras Urbanas, Consejos Comunales y Comunas, en las que participan cientos de miles de personas. Esas organizaciones han sido impulsadas y apoyadas por los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro para abordar cuestiones de vivienda, agua, vialidad y hasta actividades productivas.

No son, empero, organismos de poder popular sino parte de la estructura del Estado, como señala un reciente trabajo de Edgardo Lander. Los soviets en Rusia fueron en su momento organismos de poder popular, tenían poder real o sea armas, por lo que tomaban decisiones y las hacían cumplir.

Pese a estas consideraciones, me parece evidente que en Venezuela hubo y hay procesos populares bien interesantes. Tal vez el mayor logro del chavismo, fue el haber contribuido a generar un crecimiento exponencial de la autoestima de los sectores populares, algo que no tuvo parangón en ningún otro país de la región.

Esa enorme autoestima ha llevado a que, mediante muchas organizaciones locales, los de abajo se hayan adueñado de parcelas significativas de sus vidas, aunque no tengan en sus manos el poder. Lo que ha frenado las ambiciones de la derecha y el imperio.

En todo caso, ni la pésima gestión de Maduro, ni la corrupción imperante, pueden justificar la agresión externa, ni la injerencia en el proceso. Eso deben resolverlo sólo los venezolanos.

La corrupción: el uso privado de la cosa pública

Marco Teruggi|

on la Asamblea Nacional Constituyente está en debate el modelo de sociedad. Dentro de él, la economía ocupa un lugar medular: el pan de cada día es necesario para lo demás, salvo en momento de excepcionalidad política, que, se sabe, no son eternos. Ese pan puede ser garantizado por un privado, por el Estado, por una comunidad organizada, o por una alianza entre partes. Parece ser un consenso dentro del chavismo para este momento y los años próximos que vendrán.

Dentro de ese posible consenso existen debates. Uno de ellos tiene que ver con lo estatal. El punto de acuerdo es que su intervención es necesaria, y ciertas ramas de la economía deben estar bajo su control. Sería necesario determinar cuáles, según los objetivos para la etapa que atravesamos y en la perspectiva de transición al socialismo. Sin embargo, la discusión suele presentarse con dificultad para hacer balances de los dieciocho años de intentos, ensayos, planes ya ejecutados. ¿Qué se pudo y qué no? ¿Por qué?

El asunto parece pendiente. La derecha lo salda de la manera que necesita para construir su sentido común neoliberal: el Estado es ineficiente, el privado en cambio sí sabe gestionar. La argumentación para revertir esa matriz se centra sobre todo en desmontar el mito del gran empresariado eficiente y popular, demostrar las mafias y el parasitismo que ha mantenido con las divisas estatales. Pero en cuanto al Estado como tal: ¿qué sucede con la producción bajo su control, con las empresas que se expropiaron, compraron, fundaron, con los planes de desarrollo agrícolas, los objetivos trazados? Ahí parece estar la zona compleja, que, al abordarse poco, dificulta el debate sobre el modelo, posibles medidas centrales a tomar en este país bajo guerra, donde el Estado debe tener un papel vertebral.

Particularizar la discusión puede reducir su alcance, llevarlo a detalles que no son el punto que acá se busca. Hacerlo en abstracto puede quitarle fuerza a la argumentación. A modo de equilibrio imposible voy a poner una experiencia reciente: el debate con obreros del Central Azucarero Ezequiel Zamora, y con productores agrícolas en el Centro Técnico Productivo Socialista Florentino, ambos en Barinas, de propiedad estatal. La conclusión a la que se llega es que los proyectos estuvieron bien planteados según las capacidades del territorio, los mercados de compra y venta, y sin embargo no lograron desarrollarse. Funcionan en un porcentaje de producción inferior de lo que podrían según su capacidad instalada, que no es tampoco la que debía ser definitiva, ya que tenían, según el plan, que ampliarse.

¿Qué sucedió entonces? ¿Qué razones impidieron el desenvolvimiento de esas empresas? No se trata en estos casos, como sí sucedió en otros, de compras de empresas que estaban por ser quebradas por sus dueños, con maquinaria obsoleta y mercados cerrados. Las respuestas entonces son varias, pero se concentran en un punto: la corrupción, es decir el mal manejo de los fondos, la utilización de lo público para beneficio personal/familiar, como, por ejemplo, dinero que llegó y no fue invertido, ganado y maquinarias vendidas ilegalmente ‒el universo de la corrupción es mucho más amplio‒: evasión de impuestos, cuentas en paraísos fiscales, sobrefacturaciones y un etcétera en el cual los grandes empresarios son expertos.

Se trata de un tema de difícil abordaje, porque, en parte, es un arma con la cual la derecha ‒inmersa hasta el cuello en la corrupción‒ ataca a todos los procesos progresistas y revolucionarios. El problema es que las explicaciones que no proporcionamos son dadas por esos mismos otros. Quien, desde filas propias, aborda este asunto es, por ejemplo, Álvaro García Linera; en una entrevista reciente acuna conceptos como el de la “democratización de la micro-corrupción” y plantea la pregunta central: ¿qué hacer ante ese problema?

“Es un hecho que te corroe la moral, y la única fuerza que uno tiene cuando se viene de abajo es su fuerza moral (…) Si te vuelves tolerante pierdes tu fuerza moral (…) Si pierdes moralmente pierdes generacionalmente, la peor derrota de un revolucionario es la derrota moral, puedes perder en elecciones, perder militarmente, perder la vida, pero sigue en pie tu principio, tu credibilidad, cuando pierdes la moral ya no te levantas”. Explica, con el énfasis puesto en la dimensión moral, y la necesidad de identificar a los responsables, juzgar, golpearse a sí mismo.

Ese impacto moral es evidente. En particular por la impunidad que generalmente ha existido ante estas situaciones. Podrían pensarse varias hipótesis para explicar que se haya aplicado centralmente la lógica de sancionar con apartar del cargo ‒a veces para ir a un puesto de igual importancia‒ y no la de enjuiciar: la cultura política, la correlación de fuerzas, la falta de seguimiento que permitan conducir los casos a la justicia. Seguramente existan más explicaciones. La falta de castigo a los responsables afecta a obreros, productores agrícolas, habitantes de la zona, del país, a la batalla de ideas de la revolución, su construcción de sentido común.

Existe otra dimensión además de la moral: la económica. Pongamos un caso que aparece sistemáticamente en cada comuna, territorio agrícola: Agropatria, la empresa estatal que debe suministrar insumos para la producción. Todas las descripciones señalan que la empresa no suele tener los insumos necesarios, y esos mismos insumos son revendidos por redes de bachaqueros. Las investigaciones conducen a la complicidad entre personas de la empresa y revendedores. La ganancia para los corruptos y las mafias es grande, el peso para los productores también: sus costos de producción se elevan, sus ganancias disminuyen, los precios ‒con beneficios extraordinarios para los intermediarios‒ aumentan, la capacidad adquisitiva se ve golpeada, la guerra se agudiza para los sectores populares.

Debatir las causas de la situación de la economía estatal es clave para abordar el modelo y las medidas necesarias, inmediatas y estratégicas. La hipótesis es que el problema no es el modelo ‒como señala la derecha‒ sino que no se logró desarrollar como previsto en la estrategia. Eso se debe, en parte, por la corrupción que ha frenado, a veces quebrado, iniciativas claves. Lo señaló Nicolás Maduro en su discurso ante la Asamblea Nacional Constituyente: “Lo nuevo no termina de nacer, y a veces se echa a morir por culpa de la burocracia y la corrupción. Y lo viejo no termina de morir, y a veces se viene con un puñal a matar lo nuevo”. La corrupción en la esfera estatal no es obra del chavismo sino parte endémica de la formación económica, política y estatal petrolera, un lubricante constitutivo del capitalismo. No es un problema nuevo, ni se resuelve con una estocada mágica.

Han existido varios arrestos en las últimas semanas: en el Ministerio Público, en Pdvsa, en el Hospital de Valencia, y Maduro ha pedido retomar la investigación de Cadivi. Si se le suma también el caso, por ejemplo, de Pequiven, a principios de año, el resultado es que el problema afecta áreas claves del Estado para el desarrollo económico, y que existen responsabilidades en altas esferas. Las capacidades para enfrentar los ataques de guerra serían de otra magnitud con una estatalidad con capacidad productiva consolidada, una justicia en las zonas donde la corrupción se ha instalado y coincide con los planes de quienes conducen la estrategia contra Venezuela. Una coincidencia que puede explicarse por la acción de los factores de guerra para generar corrupción en áreas y territorios geográficos estratégicos.

Esto último ubica la corrupción dentro del problema mayor actual: el plan de recuperación del poder económico por parte del bloque golpista, dirigido desde Estados Unidos. Las desviaciones de fondos/complicidades de frontera/falta de seguimiento/saboteo, tienen por objetivo ‒para quienes dirigen la guerra‒ engranarse en la paralización de la economía para asfixiar a la población. Pero cumplen también otro objetivo, el de descomponer el tejido social, romper las solidaridades populares. Se ha visto en los últimos tiempos cómo la corrupción ha ido en ascenso en el espacio público cotidiano, en lo pequeño, una “democratización de la microcorrupción” ‒analizada por García Linera‒ pero ya no solamente en el Estado sino también en la sociedad.

Es central ejercer la justicia, aplicar el peso del Estado sobre el mismo Estado, sobre los grandes privados, empezar de arriba, desde dentro, para llegar aguas abajo ‒lo popular no es sinónimo automático de inocencia‒. Es necesario hacerlo para aplicar las medidas tomadas, impulsar la fuerza económica propia que puede desarrollar el Estado ‒que se da de manera exitosa en algunas experiencias‒, acompañar el desarrollo social/comunal, establecer acuerdos con el sector privado que se cumplan y no terminen siendo una fuente de enriquecimiento ilegal.

Necesitamos debatir el Estado, su potencia y sus fallas, balancear lo hecho, corregirlo en nuestra estrategia, ponerles nombre a los responsables de los robos y enjuiciarlos, y no volver a crear las mismas estructuras que no se sostienen por sus lógicas de funcionamiento, faltas de seguimiento y castigo. De lo contrario se puede correr el riesgo de repetir errores, no lograr construir soluciones necesarias en este cuadro de guerra, y mantener una cultura de impunidad que, se sabe, genera más impunidad