Primavera árabe: un año de convulsión política y nuevos rumbos

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INFORME| La inmolación del desesperado joven y su posterior muerte, el 4 de enero de este año, desató la ira inmediata de los tunecinos y las protestas se extendieron primero por todo el país y luego a toda Africa del Norte contra gobiernos autocráticos.
Hace un año, el joven tunecino Mohammed Bouazizi se quemó a lo Bonzo en protesta por la falta de futuro e inauguró una seguidilla de protestas conocidas como la Primavera Arabe, que remeció irreversiblemente esa región del mundo y desplomó gobiernos autocráticos con décadas en el poder. El 17 de diciembre de 2010, en Sidi Bouzid, un pueblo polvoriento en una zona agrícola en el centro de Túnez, el desesperado joven licenciado en informática que vendía verduras en una pequeña carreta para vivir, tomó la decisión que lo llevó a la muerte poco después y lo transformó en el “padre de la revolución tunecina”.

Este hecho inauguró el año de mayor convulsión política y social, además simultánea, en el norte de Africa y Medio Oriente. La inmolación del desesperado joven y su posterior muerte, el 4 de enero, desató la ira inmediata de los tunecinos, y las protestas se extendieron por todo el país primero y a toda Africa del Norte en semanas, desafiando cambios de gobierno, reformas constitucionales y todo lo que añejas monarquías u otras formas de gobierno encontraban a mano para acallar la rabia de décadas.

Si bien las revueltas sociales y los reclamos democráticos fueron común denominador de todo este poderoso e inesperado fenómeno, en cada país tuvo sus especificidades y características diferentes. En Túnez, tras 23 años en el poder y luego de intentar sofocar las protestas con feroz represión, decenas de muertos o estratagemas como la abrupta concesión de algunas libertades y la promesa de no presentarse a las elecciones, Zine El Abidine Ben Ali sucumbió en poco menos de un mes, el 14 de enero de 2011. En Egipto, tras la caída de Hosni Mubarak, el 11 de febrero, una junta militar supervisa una delicada y controvertida transición que ya está en una segunda etapa de elecciones parlamentarias, por ahora con ventajas para los partidos islamistas moderados, pero en el marco de una persistente crisis política.

En Bahrein, la mayoría chiíta se rebeló contra la monarquía sunnita que gobierna el emirato desde hace más de 200 años. Sin embargo, el levantamiento fue aplastado, a pedido del rey, por tropas de Arabia Saudita y otros países del Golfo temerosos de una mayor influencia regional de Irán, un país chiítarrival de esas monarquías sunnitas, en caso de caída del soberano bahreiní. En Libia, el capítulo más sombrío de la Primavera Arabe, y con características tan notoriamente diferentes que quizá la excluyen del proceso, el gobierno de Muammar Khadafi fue derrotado y éste ejecutado por grupos rebeldes apoyados por la OTAN, que dirigió varios meses de operaciones aéreas autorizadas por la ONU. Estas devastadoras operaciones de la alianza, que en teoría sólo estaba autorizada a proteger a la población civil, se tradujeron en realidad en una acción bélica deliberada que gravitó de modo ostensible en el resultado de la contienda, cuya cifra de víctimas difícilmente se sepa algún día, pero que se estima en miles.

En tanto, tras meses de crisis política, el presidente de Yemen, Ali Abdulah Saleh, firmó en noviembre un acuerdo propuesto por países del Golfo que lo obligaba a dimitir y a ceder el poder para poner fin a la situación de inestabilidad que atravesaba el país desde que comenzó una revuelta antigubernamental, en febrero. En Siria, casi 10 meses de protestas con al menos 5000 muertos –según datos de Naciones Unidas– no han hecho tambalear definitivamente aún al gobierno de Bashar al Assad, cercado por las potencias occidentales e incluso por la Liga Arabe, el organismo panárabe del que Damasco es uno de sus fundadores. En Marruecos, mientras tanto, una oportuna reforma constitucional y elecciones parlamentarias celebradas hace pocas semanas –decididas por la aguda cintura política del rey Mohammed VI– lograron neutralizar por ahora una incipiente movilización social encabezada por el Movimiento 20 de Febrero, ahora casi en el olvido.

Pese a lo fundacional del acto del joven Bouazizi, no es posible encontrar en Sidi Bouzid un monumento que lo recuerde, y sólo se ven graffiti en inglés, árabe y francés, como testigos entre las blancas paredes. Mientras en ciudades europeas como París ya hay una calle que lleva el nombre de Bouazizi, en su ciudad natal sus habitantes enfrentan por ahora problemas más urgentes, como el de los dos jóvenes desempleados que desde hace días protagonizan una huelga de hambre frente al mismo edificio en que se quemó Bouazizi. “Nada cambió”, dijo el agricultor y activista Issam Affi, de 30 años. “Celebraremos el aniversario, pero mostraremos también que mucho sigue igual”, dice aludiendo a la fiesta de tres días con música, bailes y concursos de poesía que comenzará mañana.

Cuando Ben Ali –refugiado en Arabia Saudita y condenado en ausencia por la Justicia militar a cinco años de prisión– huyó del país, el 14 de enero, los tunecinos se sintieron esperanzados. Sin embargo, un año después los empleos siguen faltando, mientras varios proyectos de inversión extranjera que se vislumbraban tras la revolución siguen haciéndose esperar. En lo político, tampoco cambió demasiado la victoria electoral de los islamistas, que intentan llenar el vacío de poder en Túnez y otros países árabes. El partido moderado Ennahda prometió hasta ahora hacer de un Islam moderado la base del nuevo Túnez, mientras en la capital ya se viven las primeras luchas de poder entre “modernistas” y seguidores de un Islam radical. Por ahora los tunecinos tienen un nuevo presidente, Moncef Marzuki, un ex defensor de los derechos humanos que asumió el pasado martes su cargo tras ser elegido el lunes por la Asamblea Constituyente del país.