Enseñanzas de la industrialización dependiente
LUCIANO WEXELL SEVERO| Desde los años treinta, ante el recrudecimiento del problema de la restricción externa, los países de América Latina impulsaron un proceso de modernización económica e industrialización por sustitución de importaciones dirigido por el Estado.
Como ya lo había apuntado John Maynard Keynes, en 1926, la mano invisible del Mercado no tenía condiciones de resolver los problemas económicos. Sería necesaria la mano visible del Estado. Todo el planeta despertó de la ilusión liberal que pudo haber sido verdad en los tiempos de Adam Smith. En el periodo llamado por Eric Hobsbawm de “Era de la Catástrofe” (1914-1945), la intervención y la planificación estatal pasaron a ser de excepción a regla. Desde 1917, la URSS ya hacía sus planes quinquenales. Parte de Europa fue controlada por gobiernos conservadores, como en Italia (Benito Mussolini, 1922-1943), Portugal (Antonio Salazar, 1932-1968), Alemania (Adolf Hitler, 1934-1945) y España (Francisco Franco, 1939-1975). Otra porción asumió el Welfare State (estado de bienestar social), liderado por las ideas social-demócratas. Estados Unidos adoptó políticas similares en el New Deal de Franklin Roosevelt (1933-1945).
La manifestación latinoamericana de ese proceso de intervención y planificación estatal fue el denominado “nacional-desarrollismo”, estudiado por la CEPAL y el ISEB. Esa fue la salida adoptada por las naciones de la región ante la crisis del período de las dos grandes guerras y la gran depresión. Siguiendo el camino inaugurado por el mandatario uruguayo José Battle y Ordóñez al inicio del siglo XX, Getúlio Vargas (Brasil, 1930-1945 y 1950-1954), Lázaro Cárdenas (México, 1934-1940) y Juan Domingo Perón (Argentina, 1946-1955) implementaron acciones activas del Estado en la planificación, coordinación e intervención en la economía. A partir de 1945, con el mundo ya bajo la hegemonía de Estados Unidos, ganaron fuerza los movimientos de interrupción de esos gobiernos. Pese a los avances de aquellos años, cuyos algunos frutos positivos están presentes hasta hoy, ese proceso fue abordado en la mitad de los años cincuenta. Se asocia el final de esa etapa con el suicidio de Vargas, en 1954, y el golpe de Estado en contra de Perón, en 1955.
Antes del inicio de los años sesenta, frente al crecimiento del mercado interno de manufacturas y servicios en América Latina, a los países centrales se les hizo oportuna la industrialización de la periferia. Si antes habían asumido una posición en contra de ese proceso, a partir de entonces pasaron a apoyar la producción en las naciones latinoamericanas bajo dirección y control extranjero. La industrialización periférica fue inicialmente dirigida por el Estado y contó con la activa participación de los capitales privados nacionales hasta mediados de los años 50. A partir de entonces pasó a ser dirigida por las transnacionales “asociadas” a los Estados, con el capital privado nacional actuando como socio menor. En esa nueva etapa, los países de la región utilizaron una estrategia extremamente abierta al ingreso de capitales internacionales, permitiendo el establecimiento de industrias foráneas de acabamiento y ensamblaje, con elevado grado de importación de insumos, maquinarias e incluso profesionales.
La región dejó de importar algunos productos terminados, pero esa producción interna se dio por medio de compañías multinacionales que migraron a esos países en busca de ventajas económicas (de localización, fuerza de trabajo más barata, acceso a fuentes de energía, etc.). Esas industrias controladas por el capital extranjero gozaron de grandes beneficios, como si fueran industrias verdaderamente nacionales: protección estatal, crédito público, exoneraciones de impuestos, reducciones de aranceles, donaciones de terrenos, entre otros.
Esas transnacionales expandieron sus importaciones de bienes intermedios y de capital, suministrados exactamente por los mismos proveedores que antes exportaban bienes de consumo. Se incrementó la dependencia externa de capitales y tecnología. Por lo demás, como contrapartida a las inversiones directas en América Latina, aumentaron de forma significativa las remesas de capital hacia los países hegemónicos, los pagos de royalties y la contracción de deudas. Es decir, se multiplicó el drenaje de recursos hacia el exterior, profundizando el desequilibrio de la balanza de pagos.
Con el tiempo, reflejo de los incentivos ofrecidos por el gobierno, las inversiones directas de capital extranjero se extendieron por las distintas ramas de la economía: servicios, bancos, seguros, ganadería, electrodomésticos, automóviles, agricultura, minería y petróleo. Fueron los años de la invasión de transnacionales como General Motors, Ford Motor, Chrysler, General Electric, International Business Machines (IBM), Unión Carbide, Du Pont, Volkswagen, Opel, Daimler, Mercedes Benz, Bayer, Hoechst –solamente para citar algunas. Esa supremacía de las empresas foráneas –y su concepción importadora– hizo fracasar la edificación armónica de un sistema productivo interno: se entorpecieron las relaciones del sector transformador con el sector primario, se cerró la puerta para la internalización de la dinámica industria-agricultura y se estancó la posibilidad de desarrollo autónomo. Eso generó una gran dificultad para relacionar las etapas industriales anteriores (aguas arriba) con las posteriores (aguas abajo). Bajo la dominación extranjera –y su lógica de enclave– en muchos países no se ha podido lograr hasta hoy la interconexión entre las cadenas productivas y entre los diversos sectores.
La política de las empresas transnacionales ha sido obstruir la integración de los sectores productivos internos. Su objetivo es perpetuar el subdesarrollo, a través del control sobre el contenido del flujo comercial de los países periféricos. Es decir, según su conveniencia, las transnacionales compran o venden materias primas, productos intermediarios o bienes de capital. En última instancia, la decisión es tomada por la casa matriz, que opera en los países centrales[1].
Además de fortalecer su dominio sobre el sector primario, el capital foráneo buscó asumir el control del sector secundario y de ramas estratégicas del terciario, profundizándose de esa manera el carácter no nacional de esas actividades.
En los años 60, el intelectual Salvador de la Plaza previó que “la ‘diversificación’ de la producción por el capital privado extranjero acentuará la mediatización de las economías, las convertirá cada vez más en apéndices de las economías extranjeras, principalmente de la yanqui”. El economista Héctor Silva Michelena afirmó que: “en la raíz del subdesarrollo contemporáneo está la dominación imperialista, y solo con la liquidación de esta dominación será posible enderezar nuestros países en la vía del desarrollo económico-social para las grandes masas del pueblo”. A su vez, Orlando Araujo sostiene que “las multinacionales variaron su política de exportar manufacturas y trataron de saltar la barrera de los aranceles y pasarse a producir del lado de adentro (…) El sistema capitalista extranjero de nuestra economía mediatiza la conducta social, participa orientando la política, dirige la cultura y va forjando, con tan insólitos poderes, un tipo humano híbrido e intermediario que llama paz al miedo, democracia al servilismo, desarrollo al despilfarro”.
Hasta el final de los años 50, muchos países latinoamericanos importaban una altísima proporción de su consumo global. Compraban huevos, pollos, hortalizas, crema de leche, conservas de carne, cigarrillos, envases de vidrio, neumáticos, mantequilla e, incluso, helado, principalmente de Estados Unidos. Ya en la mitad de la década siguiente, como resultado del proceso sustitutivo, la mayoría de esos productos no era importada e incluso ya se exportaban algunos de ellos. Si por un lado en los años 60 se verificó la disminución de la dependencia de bienes manufacturados importados del exterior; por otro lado duplicaron los volúmenes de las importaciones de materias primas, bienes intermediarios y de capital.
El párrafo siguiente, del historiador Federico Brito Figueroa ayuda a vislumbrar lo sucedido: “La industria manufacturera deviene en una modalidad de la expansión comercial metropolitana. Es una industria importadora; de los países metropolitanos se importa el tabaco rubio para las fábricas de cigarrillos, que en la actualidad no son nacionales, dejaron de serlo en la década 1950-1960, y se transformaron en filiales del consorcio tabacalero norteamericano; los jugos enlatados no se fabrican con frutas criollas, sino con frutas importadas en forma de papilla; el calzado se elabora con pieles importadas, importados son el mosto y la melaza para la industria licorera, la madera para los muebles, las fibras para la industria textil. Es, si se quiere, un retroceso de las formas económicas industriales a las actividades comerciales de importación. Es, cualitativamente, un retroceso, con el agravante de que industria y comercio están regidos por la fuerza imponderable del capital monopolista norteamericano”.
Debido a la condición netamente importadora de las nuevas industrias, el creciente dominio del capital extranjero sobre la producción y la contradicción mucho capital aplicado versus muy poco empleo generado, había poco crecimiento industrial. Sobre ese último aspecto, existía una marcada contradicción entre la necesidad nacional y la dinámica de las corporaciones oligopólicas: se ha verificado el fuerte desequilibrio de los factores de producción capital y trabajo. Se utilizaron técnicas intensivas en capital (factor escaso en los países periféricos) y se ahorró en la mano-de-obra (factor superabundante en la región). Celso Furtado considera que, como resultado, las estructuras establecidas empleaban poca gente, pagaban bajos salarios, operaban con des-economías de escala y, lo más grave, no creaban su propio mercado de consumo.
Consecuencia de la dominación extranjera y de las distorsiones internas, los problemas de la economía se acentuaron. En el campo laboral, por ejemplo, se ha verificado la incapacidad de absorción de los incrementos de la fuerza de trabajo: los sectores intensivos en capital, como el minero y el petrolero, generaban desempleo tecnológico; el sector agrícola, que hasta los años cincuenta fue el empleador mayoritario, solo andaba para atrás; el sector industrial, que debería absorber los desempleados petroleros y agrícolas, estaba estancado; el sector servicios fue el que recibió la avalancha de gente.
La industria transnacional no generaba empleos, no distribuía renta y no generaba demanda interna. Por eso, de manera general, ha operado con elevada capacidad ociosa y creó un círculo vicioso caracterizado por las malas condiciones de trabajo y la baja productividad fuera de los sectores más dinámicos. Maza Zavala concluye que la industrialización sustitutiva de importaciones significó la continuación histórica del subdesarrollo, que no ha significado un crecimiento hacia adentro sino el establecimiento de un vínculo aún más acentuado de los países periféricos con la dinámica capitalista mundial. Afirma que, en virtud de ese proceso de industrialización por sustitución de importaciones, “las economías en lugar de orientarse hacia sí mismas y encontrar fuerza en su propia dinámica interior, incrementan, multiplican y conforman los lazos de su dependencia con respecto al centro dominante y se complica más el problema del subdesarrollo”.
Entonces, ¿qué ha pasado con la industrialización periférica? Según Max Flores Díaz hay cuatro características muy claras: 1) creciente monopolización y concentración del capital industrial en manos del capital extranjero, dominación que empieza con el aporte tecnológico y termina con el control del proceso –desplazando al capital privado nacional y al Estado; 2) contraproducente diversificación de la producción de bienes de consumo final ensamblados en el país (automóviles, electrodomésticos, viviendas de lujo). Dicha producción aumenta la demanda por importaciones de materias primas y bienes de capital y suple únicamente la demanda del pequeño sector privilegiado de la sociedad, que se apropia de la mayor parcela del ingreso; 3) las inversiones migran hacia actividades que producen bienes de consumo superfluo, en detrimento de los bienes de consumo popular, generando distorsiones crónicas en los precios de los últimos; 4) ineficiencia de la industria, mala calidad y baja competitividad internacional.
Los resultados de la industrialización dependiente de América Latina fueron verificados en el inicio de los años 60: desajustes entre los sectores productivos, concentración de la renta, profunda dependencia tecnológica, aumento de los precios internos, gran vulnerabilidad de la balanza de pagos (es decir, drenaje de recursos hacia el exterior, vía importaciones, remesas de dividendos y los elevados compromisos financieros con la banca internacional). Es fundamental que los actuales gobiernos latinoamericanos no caigan en esa misma trampa.
No se trata de ser contrarios al ingreso de capitales externos, sino de garantizar que los recursos vengan verdaderamente aportar. Hay mucha confusión en torno de la llamada Inversión Extranjera Directa (IED), entendida como una entrada de dinero para adquirir empresas o para crear estructuras productivas nuevas. Sin embargo, de la forma como están siendo promovidas esas inversiones, tienen como resultado la desnacionalización de las economías y el posterior drenaje de recursos hacia fuera.
Según Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la CEPAL, “el rendimiento de la IED transferido hacia los países de origen aumentó de 20 mil millones de dólares anuales entre 1998 y 2003 para 84 mil millones de dólares anuales entre 2008 y 2010”. Considerando el caso de Brasil: entre enero y octubre de 2012 entraron 55,3 mil millones de dólares como IED. Durante el mismo período, fueron enviados hacia fuera, como remesas de lucro al exterior 59,8 mil millones de dólares. O sea, el resultado neto de las operaciones fue negativo. A los países latinoamericanos, emisores de monedas no convertibles y portadores de problemas crónicos de restricción externa, no les conviene mantener esa política suicida, que promueve la permanente salida de recursos hacia los países desarrollados. Las venas abiertas de América Latina continúan financiando el centro del sistema capitalista, ahora en crisis.