Un Chávez descafeinado y bajo en grasas

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REINADO ITURRIZA|Que si a Obama, que si a Lula. Nada de eso. El ex gobernador Capriles copia es a Chávez. Y lo hace mal. Evidentemente, sus propagandistas hacen lo posible por vendernos una buena copia: una que reuniría sólo las virtudes de Chávez y carecería de todos sus defectos. Pero eso sólo funciona en el papel. Y el papel aguanta todo.
El problema con la realidad es que suele ser tozuda. ¿Quién dice que eso que la oligarquía pinta como terribles e impresentables defectos del Chávez de carne y hueso no es lo que la mayoría de la población identifica como sus principales virtudes?

El ex gobernador Capriles copia es a Chávez, y eso está claro. Ahora bien, ¿por qué lo hace tan mal? Porque este Chávez descafeinado y bajo en grasas está hecho a la imagen y semejanza de sus enemigos históricos.

Esta mala versión de Chávez que es Capriles es lo que resulta cuando, parada frente al espejo, la oligarquía comienza a sentir todo el peso de la mala conciencia. Flácida, decrépita, le da por ir al gimnasio, es decir, por la filantropía.

Como todo es cuestión de imagen, de visitar lugares para ver y dejarse ver, comienza a alardear de su figura recién adquirida. De allí todo el cuento del Capriles-flaco que compite con un Chávez-gordo que se alejó de las calles para siempre, según repite incansable el ex gobernador.

A primera vista, el simple hecho de que la oligarquía se inclinara por un candidato que imita de tal forma a Chávez, que lo tiene como punto de referencia para todo o casi todo, podría traducirse como un reconocimiento de la fortaleza de su enemigo. Se dice rápido, pero no ha sido tan sencillo.

Ensoberbecida, enceguecida y envilecida por todo el tiempo que transcurrió sin antagonistas que pusieran en serio riesgo su predominio, la primera reacción de la oligarquía fue subestimar a un Chávez que juzgaban como un ídolo con pies de barro.

Fue necesario que, en episodios sucesivos, la fuerza que acompaña a Chávez mostrara rostro y le propinara memorables derrotas, para que la oligarquía comenzara a poner atención.

De hecho, el afán por copiar a Chávez ha llegado a tal extremo que ya se invierten los roles: ahora es Capriles el subestimado, según se desprende de uno de sus publicistas más pertinaces: Roberto Giusti.

Según escribe Giusti, en el chavismo impera una “visión superficial y adocenada” sobre Capriles, y éste sería su principal error. “En principio parecía fácil proyectar el contraste entre el hijo del pueblo… y el hijo de la burguesía… Era un tiro al piso, no podía fallar, el titán de los llanos resultaría invencible ante un impresentable burguesito… que perseguía la destrucción de una Arcadia igualitaria, pacífica, segura y próspera donde todos somos felices”.

Esto es, Capriles, ese Chávez light que, con todo, es más chavista que ese “almibarado Chávez (cuando no lo descompone el odio) de la camisa azul” que nos retrata Giusti, es un candidato que se nos cuela por los intersticios de la realidad que nos impuso el régimen.

Hablando de mundos paralelos, es indudable que Giusti reúne méritos como escritor de ciencia-ficción. Sólo basta leer las siguientes líneas: “Por muy férreo que sea el control estatal de la mayoría de los medios y pese al uso indiscriminado del aparato propagandístico, la realidad se impone sobre la ilusión mediática…”.

En este punto es donde resulta inevitable comenzar a relativizar aquello del Chávez que dejó de ser subestimado por la oligarquía, a tal punto que le dedican halagos del tipo “titán de los llanos” y cosas por el estilo.

Antes que nada, nunca se ha tratado simplemente de Chávez, como por cierto lo viene repitiendo constantemente el comandante desde que inició la campaña. Se trata, fundamentalmente, de la fuerza que lo mueve y lo acompaña. Una fuerza que no lo trascenderá, sino que lo trasciende desde siempre, que es condición de posibilidad de su irrupción en tanto líder que ha sabido ser, además, portavoz de sus más profundos anhelos.

Esa fuerza se llama chavismo, y seguirá estando cuando Chávez ya no esté, aunque se llame de otra forma.

Esa fuerza que hoy personifica Chávez, pero también millones de nosotros, en Venezuela y en todo el mundo, sabe perfectamente que estamos lejos de vivir en “una Arcadia igualitaria, pacífica, segura y próspera donde todos somos felices”.

Sabemos también que nuestra realidad no es “la antítesis” de la realidad de la que habla Chávez, por la sencilla razón de que el hombre jamás nos ha vendido el espejismo del “todos somos felices”. Al contrario, Chávez significa la lucha colectiva por construir esa sociedad, que no nos caerá del cielo.

Pero sobre todo sabemos que la realidad es muy distinta del cuento de hadas que nos escribe Giusti, para quien no se trata “del origen social de un candidato, sino de su sensibilidad, de su honestidad, de su sentido de la justicia, de su entrega a los pobres”, lo que bien puede ser cierto, pero jamás aplicable a Capriles, por más que la oligarquía haya redescubierto su vocación por la filantropía.

Sólo sugerir, como lo hace Giusti, que somos incapaces de discernir entre la realidad y la fantasía, entre lo evidente y la vulgar propaganda, es una clara expresión de que siguen considerándonos como idiotas a los que, en caso de urgencia, es preciso tratar con condescendencia.

Recientemente el ex gobernador Capriles ha manifestado su intención de sustituir el símbolo del puño golpeando la palma de la otra mano, propia del chavismo, por el de la mano extendida, que representaría la inclusión, la reconciliación, en contraste con el odio y la violencia.

El detalle es que el puño chavista jamás simbolizó el odio, sino la lucha popular, y fue siempre mano extendida para quien decidiera incorporarse a la causa del pueblo. Es el puño de los invisibilizados históricos, de los explotados, de los menospreciados por las elites, esas que ya quisieran que el chavismo deje de luchar.

Porque la oligarquía necesita un pueblo que deje de luchar, es decir, un pueblo que sea una mala copia de sí mismo. Y cree que puede lograrlo con un candidato como Capriles, una pésima copia de Chávez.