Un límite que se llama Santiago

Sandra Russo | 

Esta semana nos enteramos, sin el menor escándalo, sin que públicamente nadie se despeinara, de que Macri modificó el artículo 19 de la Ley de Acceso a la Opinión Pública, que ordenaba la creación de la Agencia de Acceso a la Información Pública como un ente autónomo. La modificación deja al nuevo organismo bajo la órbita de la Jefatura de Gabinete, es decir de Marcos Peña. La ley había sido votada hace unos meses, y fue saludada como un síntoma de democratización de algo que pasa por el momento menos democrático desde l983: la información.

No sólo la información está restringida por la gestión autocubritiva del gobierno sobre sus propias acciones, sino además por la degeneración de la información en general, estando el mapa de los medios como está, estando la pauta oficial repartida como está, habiendo transferencias oficiales de dinero a sitios web de periodistas que no se dedican a la web sino a la radio o la televisión, siguiendo centenares de voces profesionales pero opositoras acalladas por mecanismos visibles y canallas sobre los que, caray, ninguno de los otros periodistas se preocupan. Venimos a descubrir ahora (¡Haberlo dicho antes!) que la libertad de expresión no es un valor que les interese a los que se pasaron años desgañitándose, yendo a la OEA, chillando porque una ley que achicaba a Clarín iba a mellar nada más y menos, fíjese señora, que la libertad de expresión.

Hay presuntos valores que parecen tener un consenso unánime, valores que se presentan como universales y contra los cuales difícilmente alguien argumentaría en contra. La libertad, la democracia, la transparencia, el pluralismo, la república, etc. Ahí hubiésemos puesto, hace muy poco, a la libertad de expresión. Hagamos una pila con los comunicados de la SIP defendiendo la libertad de expresión durante los últimos diez o quince años, y haremos con ella una torre de varios pisos. Era todo mentira. Lo sabíamos y lo decíamos y lo escribíamos, pero ellos continuaban gritando “¡Queremos preguntar!” Los empleados jerárquicos de la SIP y los periodistas que todavía hoy se quejan de un cartel con la cara de uno de ellos tapada con un dólar, porque a otra persona se le ocurrió hacerlo. La libertad de expresión parece un atributo exclusivo de algunos y no de otros. De Sábat, por ejemplo, al que hasta hoy muchísimos le dispensan haber torcido una ceja de Santiago Maldonado con la perfecta conciencia del artista experto que sabe que esa verticalización de la ceja produce en el retrato el efecto de un carácter, de un ánima, que no era en absoluto la del retratado, un pibe simplemente antisistema.

Si algo sobrevuela este país, es un pájaro oscuro con dos alas tan pesadas que hasta le quitan al pájaro la altura del vuelo. No vuela alto. Planea justo sobre nuestras cabezas, hasta nos encoge un poco, nos hace hundir las cervicales en el cuello, nos pesa: en un ala pesa la desazón de no poder manejar nuestras vidas, y en la otra lo que pesa es la parte más miserable de muchos argentinos que sacan de sí lo que el sistema de la información, usurpado por el de los intereses, les inocula mintiéndoles. Necesitan que les mientan para liberar eso vil que llevan dentro.

Con la desaparición de Santiago Maldonado hemos llegado a un límite inimaginable hace tan poco, porque hay defensores de esa desaparición. Su manera de defender a Macri es justificar esa desaparición. La conducta de los medios hegemónicos y de sus comunicadores, hechizados por su realidad virtual, donde en el edificio Centinela se reproduce un baño y se llegan a conclusiones de Netflix, y se debate sobre karate en las pantallas… Pero Santiago Maldonado es un pibe de 28 años que hacía su vida rústica y no molestaba a nadie. Simpatizaba con los mapuches como millones de jóvenes de este país y del mundo. Había ido a apoyar el reclamo que le parecía justo. Y hace dos meses que falta y fue absolutamente obvio que la ministra de Seguridad mintió desde el principio, y que la comunicación oficial, que es el 99 por ciento, se dedicó a apuntalar cada mentira, y eso significó encubrir no ya los negociados de los Ceos. Se envilecieron más, encubrieron una desaparición que ellos saben perfectamente que fue forzada. Y sus audiencias repiten mentiras porque necesitan seguir odiando, aunque no a cambio de contratos fabulosos, como los que se firman en la tele o la radio, sino para sostener el odio al otro, al que necesitan que esté abajo, al que con su humillación, su padecimiento y su deshumanización los haga sentir a ellos que son alguien.

Hay persecución política sobre quienes en universidades, escuelas, plazas, hablen de Santiago Maldonado. Pasó en Filosofía y Letras de la UBA. En distintos puntos del país han roto vidrios de autos en los que estaba pegada la foto de Santiago Maldonado. Han detenido a jóvenes por tener puesta una remera con su imagen. Y su nombre resuena en todo el mundo, porque basta poca distancia para observar el horror que es la Argentina. Para azorarse con el retroceso moral de un país que había sido modelo de derechos humanos en el mundo, enjuiciando a quienes no dieron derecho a defensa, cometieron delitos de lesa humanidad y les negaron los huesos de sus seres queridos a sus familias. Pueden querer reinstalar dos demonios, pero es tarde. La verdad, cuando sale a la luz, echa cimientos de cordura porque es la verdad y nada más que la verdad lo que permite comprender la vida.

Hemos llegado a un límite moral, donde no hay neutralidad posible. Porque en el camino recorrido la vida volvió a tener valor. Están contra el aborto pero justifican la desaparición forzada de un pibe de 28 años cuya mirada nos mira y nos seguirá mirando, y seremos definidos por esos ojos que todos percibimos que están cerrados. En el pedido de aparición con vida, hay un desgarro incalculable, porque ese pedido contiene una verdad que ya supimos sobre miles y miles y miles.