¿Qué transición socialista?

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JAVIER BIARDEAU R. | Comenzando el año 2011, Boaventura de Sousa  narraba en entrevista en “La Jornada” cómo le escuchó decir al ex presidente socialdemócrata Fernando H. Cardoso, antiguo promotor del “Enfoque de la Dependencia”, que la “izquierda es burra”. Boaventura replicaba que la izquierda era “lenta para aprender pero que no era burra”. Cardoso planteaba que la “izquierda”: a) no aprende de la historia, b) que el mundo le resulta demasiado complejo y c) que no tiene líderes.

Sobre Lula, Cardoso decía que era un obrero metalúrgico, un ignorante, que no haría nada. Un prejuicio que se corresponde al catálogo de representaciones de la doxa de los intelectuales letrados y reconocidos en sus “comunidades académicas”, provenientes de los sectores medios urbanos, que han formado parte de una cierta “izquierda universitaria” (en sus días de “radicalización discursiva”, lo que en el declinar vital narran como “pecados de juventud” o “sarampión revolucionario”).

Ciertamente, un líder cocalero como Evo o un Teniente Coronel del Ejército venezolano como Chávez, podrían ser calificados como “ignorantes” o “incompetentes”, gente que no ha hecho nada, desde lugares de enunciación privilegiados por las academias de la “Ciudad Letrada” . Sin embargo, es falso que estos tres dirigentes del proceso llamado como la “marea rosa latinoamericana” (Petras dixit) no sean líderes. Efectivamente, son líderes con profundas raíces populares y subalternas (incluyendo a Correa que sería el “experto” bien formado pero también descarriado), pero ¿han aprendido estos liderazgos de la historia? ¿Asumen acaso la complejidad del mundo contemporáneo para imaginar y pensar si es posible transitar “más allá del capital” (Mészáros )?

Ambas preguntas se relacionan directamente con el debate acerca de la transición socialista: ¿Qué ha aprendido las “izquierdas” que encarnan líderes como Evo, Correa y como Chávez de la historia de las transiciones socialistas en el siglo XX (pues Lula despejo el asunto diciendo que su camino era socialdemócrata)? ¿Cómo asumir los retos de la transición socialista, reconociendo la complejidad del mundo de las ideas, de las prácticas y los procesos contemporáneos, bajo una mundialización enmarcada por una profunda mutación civilizatoria, pero además en medio de otra crisis del capitalismo y de las asimetrías entre el Norte y el Sur?

Los viejos códigos del doctrinarismo marxista-leninista  podrían acusar con facilidad de “revisionista” o de “confusionismo ideológico”, para colocar un sólo ejemplo disonante, a contribuciones para el debate civilizatorio como la antro-política de la complejidad propuesta por Edgar Morin . Tomo este ejemplo disonante para colocar frente a frente a un “ideología de la simplicidad” (marxismo-leninismo) frente a una “cartografía teórica de la complejidad” (pensar la Tierra-Patria).

¿Podrá la conciencia revolucionaria del siglo XXI beber de otras fuentes que no sean exclusivamente los guiones ideológicos del siglo XIX y XX, contrastar sus estereotipos, nociones e ideas con las transformaciones en el terreno de las ciencias de la materia, de la energía,  de la vida, de la información, con las ciencias sociales e históricas críticas, con las humanidades y las artes? Esta respuesta no es simple.

Algunos dirán que se requiere fundamentalmente de “ideología revolucionaria” para abordar la transición al socialismo, una ideología cuyas categorías y conceptos, no viven ningún desafío ni crisis de fundamentación epistémica ni de legitimación social; lo cual deriva en que siguen siendo teorias revolucionarias  “vigentes, válidas, correctas y universales”.

Pero, ¿no se requerirá acaso, como diría una lectura menos distanciada de Marx, de propuestas teóricas críticas, radicales, renovadas, que fecunden la conciencia revolucionaria socialista sin tanto “calco y copia”? Obviamente inventar no garantiza no errar, pero no inventar, ni renovar ni crear, para quedarse en repetir guiones ideológicos de revoluciones bloqueadas e interrumpidas si puede llevar anticipadamente al fracaso.

El asunto de la transición socialista requiere además una pregunta nada inocente: ¿Cuál socialismo tenemos en mente como marco, como imaginario o prefiguración de un proceso instituyente de formas y prácticas sociales post-capitalistas? ¿Qué lugar ocupa en este proceso la temática del ejercicio y control del poder, de la democracia, de la institucionalidad política y jurídica, del Estado como “forma de dominación política” y como “poder concentrado”? ¿A dónde fue a parar el guión ideológico de la “Dictadura del Proletariado?

Ciertamente, hay discronías (o dinámicas contradictorias y combinadas si prefieren) en diversos segmentos intelectuales del campo de las izquierdas mundiales. Algunos suponen que están aún hoy en las barricadas de la Comuna de París a finales del siglo XIX, otros ensimismados en el entusiasmo revolucionario bolchevique de 1917, quizás habrá quienes se imaginan ser parte de los núcleos de avanzada revolucionaria de la Sierra Maestra, otros experimentaran la “larga marcha” o incluso la “revolución cultural” maoísta. Pero hasta allí no llega la lista. Algunos serán fieles partidarios de la vieja socialdemocracia marxista, otros de la liberación nacional tercermundista, otros de la autogestión, del autogobierno y la república de la multitud, otros, nostálgicos de la nueva izquierda post-68, o quizás uno que otro rancio estalinista, pro-albanes, partidario de la “idea juche”, para tampoco obviar al complicado archipiélago de trotskismos. ¿Cómo se imaginan y reflexionan cada uno de estos segmentos la “transición socialista”? Esta respuesta tampoco es simple.

¿Existirá acaso en medio de todo este mar de turbulencias una valorización de toda la tradición del “marxismo crítico occidental, o incluso del pensamiento crítico socialista post-estalinista y posmarxista? ¿Existirá efectivamente la capacidad para analizar la complejidad de las sociedades contemporáneas, y particularmente incluir dentro de la sensibilidad de las teorías críticas radicales, la idea de democracia participativa, para no quedarse atados a la democracia liberal o incluso abandonar la idea misma de democracia en nombre de la revolución socialista? ¿Podrá hoy la izquierda más ortodoxa dar cuenta de un horizonte de emancipación más amplio que no se reduce a los partidos revolucionarios de corte leninista, ni a los trabajadores y sus sindicatos clasistas, sino a un vastísimo conjunto de movimientos sociales, donde están mujeres, desempleados, cooperativistas, ecologistas, campesinos, indígenas, gays, entre otros, el que se lanzan a la idea de crear una conciencia mundial bajo la consigna de que Otro mundo es posible, necesario y urgente? ¿Dejará de lado esta izquierda ortodoxa una perspectiva de ciencias sociales e históricas críticas, comprometidas con las luchas de los pueblos oprimidos? Son cuestiones profundas y candentes.

¿Podríamos decir con Wallerstein  que el 2011 fue un buen año para la izquierda en el mundo  sin importar lo amplio o estricto que se defina la izquierda mundial? ¿Podrán las izquierdas anti-sistémicas enfrentarse con eficacia a la imposición de medidas de austeridad a las poblaciones mientras se intentan proteger  los intereses del capital financiero transnacional? ¿Podrá sostenerse el espíritu de revuelta y transformarlo en conciencia colectiva revolucionaria para luchar contra la polarización de la riqueza, contra los gobiernos corruptos, contra la naturaleza esencialmente antidemocrática de estos gobiernos, sea que cuenten o no con un sistema político multipartidista? ¿Hasta que punto se han superado los mantras ideológicos del neoliberalismo acercándo a las mayorías a temas como la inequidad, la injusticia y la descolonización? ¿hay una agenda de transición socialista en las izquierdas mundiales?

Para la izquierda latinoamericana y mundial la cuestión ahora es si puede avanzar y traducir este éxito discursivo inicial en una transformación política bajo un horizonte post-capitalista. Cuando muchas inteligencias críticas le dicen “Adiós al socialismo” , en clave de socialismo real, despótico o burocrático ¿cuantas le dicen efectivamente “adiós al Capitalismo”? La respuesta tampoco parece ser simple.

De acuerdo a Wallerstein, a escala mundial, las fuerzas de centroderecha siguen representando a la mitad de las poblaciones del mundo, o por lo menos a aquéllos que son activos en lo político de alguna manera. Por lo tanto, para transformar el mundo, la izquierda mundial necesitará un grado de unidad política que todavía no tiene. Lo mismo ocurre para consolidar posiciones en un bloque de  poder sudamericano. El archipiélago ideológico y político de las izquierdas devenidas gobiernos, sean partidistas y movimientistas, expresa profundos desacuerdos en torno a los objetivos de largo plazo y las tácticas de corto plazo.

La mayor debilidad es que haya pocos avances en cuanto a remontar las divisiones. Sin embargo, Wallerstein propone  ciertos modos de reconciliación: distinguir entre las tácticas de corto plazo y la estrategia de más largo plazo. Concuerda con quienes argumentan que obtener el poder del Estado es irrelevante para (y posiblemente hace peligrar la posibilidad de) una transformación de más largo plazo del sistema-mundo en su conjunto. Como estrategia de transformación mundial, se ha probado muchas veces y ha fallado. Esto no significa que esa participación electoral en el corto plazo sea una pérdida de tiempo. Porque una gran parte del 99 por ciento de la población mundial está sufriendo agudamente en el corto plazo. Y es este sufrimiento de corto plazo su principal preocupación. Si pensamos en los gobiernos no como agentes potenciales de transformación social sino como estructuras que pueden afectar el sufrimiento de corto plazo mediante sus decisiones en torno a políticas públicas, entonces la izquierda mundial está obligada a hacer lo posible por conseguir decisiones de los gobiernos que minimicen las penurias de la mayoría. Pero esto puede ser calificado de reformismo, si se pierden de vista estrategias de mayor calado espacial y temporal.

Trabajar por minimizar las penurias requiere de la participación electoral. ¿Y qué pasa con el debate entre quienes proponen el mal menor y quienes proponen respaldar a genuinos partidos de izquierda revolucionaria? Para Wallerstein no hay una respuesta estándar, ni pueda haberla. Ni tampoco la respuesta de 2012 va a ser válida para 2014 o 2016. No se trata de un debate de principios sino una situación táctica que evoluciona en cada país. ¿Habrá aprendido las izquierdas a superar sus desacuerdos para avanzar en estrategias comunes? No es sencillo construir la sensibilidad de los y las comunes. Se siguen enfatizando los particularismos y sectarismos.

El segundo debate básico que consume a la izquierda mundial es la que existe entre el desarrollismo y lo que podría llamarse la prioridad de un “cambio civilizatorio”. En América Latina, hay un fuerte debate entre los gobiernos de izquierda y los movimientos de pueblos indígenas –por ejemplo en Bolivia, Ecuador o Venezuela. En América del Norte y en Europa se expresa en los debates entre los ambientalistas/verdes y los sindicatos que le dan prioridad a retener y expandir el empleo disponible. La opción desarrollista, sea que la pongan en marcha los gobiernos de izquierda o los sindicatos, es aquélla que considera que sin crecimiento económico no hay modo de rectificar los desequilibrios económicos del mundo actual, sea que hablemos de la polarización al interior de los países o de la polarización entre naciones. Este grupo acusa a sus oponentes de respaldar, al menos objetiva y posiblemente subjetivamente, los intereses de las fuerzas del ala derecha.

Los proponentes de la opción anti-desarrollista dicen que concentrarnos en la prioridad del crecimiento económico está mal por dos razones. Es una política que simplemente continúa los peores rasgos del sistema capitalista. Y es una política que ocasiona un daño irreparable –ecológico y social. Para hacer un arreglo viable entre ambas posturas están en juego las credenciales de izquierda de cada grupo. Cada quien acusa al otro de hacerle el juego a la derecha. Mientras, la derecha observa a una izquierda dividida con bastante satisfacción. Aquí de nuevo, el asunto clave reside en minimizar las debilidades y desacuerdos.

Para Wallerstein si no se superan estas y otras divisiones, la izquierda mundial no podrá ganar la batalla en los próximos 20 a 40 años en torno a qué clase de sistema sucesor tendremos conforme el sistema capitalista se colapsa definitivamente. Se cumpliría parcialmente una “predicción marxiana” poco destacada: “opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes”.

Sabemos que la actual crisis mundial fragmenta el planeta en regiones de tal modo que el sistema-mundo se aproxima a una creciente desarticulación. Uno de los efectos de esta creciente regionalización del planeta es que los procesos políticos, sociales y económicos ya no se manifiestan del mismo modo en todo el mundo y se producen divergencias, en el futuro tal vez bifurcaciones, entre el centro y la periferia, entre el Norte y el Sur.

Para las fuerzas de la izquierda antisistémica esta desarticulación global hace imposible el diseño de una sola y única estrategia planetaria y hace inútiles los intentos de establecer tácticas universales. Aunque existen inspiraciones comunes y objetivos generales compartidos, las notables diferencias entre los sujetos anti-sistémicos, atentan contra las generalizaciones. Ya no es  posible confrontar el capitalismo con una única y prístina referencia al pensamiento único revolucionario.

Aprender de la historia de viejos fracasos deberá dejar claro que el capitalismo no se va a derrumbar ni va a colapsar, sino que podrá ser derrotado por la articulación unitaria de fuerzas antisistémicas, sean éstas movimientos de base horizontales y comunitarios, partidos más o menos jerárquicos e incluso gobiernos con voluntad anticapitalista.

El movimiento revolucionario fracasa bajo la fatalidad, el mecanicismo y el determinismo de suponer la creencia de que el capitalismo caerá bajo el peso de sus propias leyes internas, sobre todo de carácter económico. El capital llegó al mundo envuelto en sangre y lodo, como decía Marx. El poder cultural, mediático, ideológico y político inter-actuan y retroactuan sobre las esferas económicas. El capitalismo no caerá si no hay opciones y fuerzas post-capitalistas. Otra enseñanza de la historia es que la transición a una sociedad nueva no será breve o se producirá en unas pocas décadas. Este reconocimiento requiere de una estrategia unitaria de transformación que logre manejar los desacuerdos internos de una manera novedosa.

Si bien los ocho gobiernos sudamericanos que podemos calificar de izquierdas han mejorado la vida de las personas y disminuido sus sufrimientos, no han avanzado significativamente en la construcción de sociedades nuevas, y en muchos casos han encallado en formas de capitalismo de estado. Se trata de constatar hechos y límites estructurales que indican que por ese camino no se puede obtener más de lo logrado.

Sin embargo, como ha planteado Zibechi  en América Latina existen gérmenes de las relaciones sociales que pueden sustituir al capitalismo: millones de personas viven y trabajan en comunidades indígenas en rebeldía, en asentamientos de campesinos sin tierra, en fábricas recuperadas por sus obreros, en periferias urbanas auto-organizadas, y participan en miles de emprendimientos que nacieron en la resistencia al neoliberalismo y se han convertido en espacios alternativos al modo de producción capitalista dominante. Han logrado al menos vencer al neoliberalismo e identificar como enemigo principal al gran capital nacional y transnacional. Pero esto no es suficiente para construir un sistema económico de signo predominantemente socialista. La unidad de la izquierda es una condición necesaria, pero aún así no es suficiente pués la batalla por un mundo nuevo será mucho más larga que la duración de los gobiernos progresistas latinoamericanos y, sobre todo, se dirimirá en espacios manchados de sangre y barro.

Finalmente, conviene detenerse a caracterizar los desacuerdos entre izquierda política e izquierda social que hacen difícil avanzar. En general, los debates apuntan al papel de la izquierda política, o sea los partidos que se proclaman de izquierda. Por ejemplo, hay que superar viejas divisiones históricas, supuestamente alimentadas por diferencias ideológicas, para ir más allá de la situación actual. La unidad entre las tres grandes corrientes, socialistas, comunistas y anarquistas o radicales, sería un paso imprescindible para que este sector esté en condiciones de jugar un papel decisivo en la superación de la crisis actual. Obviamente, sólo la socialdemocracia reformista, funge como ala política de izquierda de la derecha global, lo cual requiere clarificar la diferencia entre reformas revolucionarias y reformas funcionales a la consolidación del poder de los sectores capitalistas dominantes. Sólo a las últimas se les puede calificar de reformistas.

La experiencia histórica dice que si los partidos de izquierda no se unen si no existe un poderoso movimiento desde abajo que les imponga una agenda común. De allí la importancia de los movimientos sociales de base. Si reconocemos que existe diversidad de intereses es para construir estrategias de cambio que estén enraizadas en la realidad y no en declaraciones o ideologías. Las estrategias para cambiar el mundo deben partir, a mi modo de ver, de la creación de espacios para que los diferentes abajos, o izquierdas, se conozcan, encuentren formas de comunicarse y de hacer, y establezcan lazos de confianza. Puede parecer poco, pero el primer paso es comprender que ambos sectores, o trayectorias, nos necesitamos, ya que el enemigo concentra más poder que nunca.

Así mismo, hay que plantear abiertamente el debate sobre la democratización del Estado (como forma de dominación y de separación entre gobernantes y gobernados) en el proceso de transición socialista. El colapso del socialismo burocrático fue en sí mismo la pérdida de confianza en la eficacia del “Estado socialista” para ordenar y regular la vida humana de manera digna. Para Marx y para Engels era claro que no podía reproducirse una veneración supersticiosa del Estado, llegando incluso a plantear sustituir el término Estado por la palabra comunidad. Pero en la transición socialista quedaba completamente claro la necesidad de una suerte de “semi-estado”, como lo llamó Lenin. Podríamos aceptar que se trataba de una figura más avanzada de Estado social, siempre y cuando se enfatizara la dimensión radicalmente democrática del mismo. Es decir, habría que distinguir un Estado social sin democratización de un Estado social con democratización radical del poder, lo cual implica separar el corporativismo del socialismo democrático y participativo. De esta manera podríamos abordar el conflicto que se expresa entre el estado post-revolucionario y el sujeto subalterno revolucionario.

Si el Estado es un campo dinámico y complejo de relaciones de fuerzas, la lucha para el sujeto revolucionario subalterno se da dentro y fuera del Estado . Por tanto hay que salir de un nuevo desacuerdo y dilema entre una posición neoconservadora que coloca el énfasis en el Estado revolucionario como agente exclusivo del proceso de transformación, y posición anti-estatista que inhibe cualquier estrategia de transformación del Estado vía democratización de las relaciones de poder. Es preciso distinguir entre una democratización del espacio-Estado como espacio de poder (no como espacio neutro de tecnopolítica o jerárquico de mando), lo cual implica construir relaciones mas horizontales entre representantes políticos y funcionarios públicos con el sujeto pueblo-subalterno, reconociendo los desacuerdos en el seno del pueblo; y por otra parte, el Estado corporativo o populista , caracterizado por relaciones verticales entre los primeros y el pueblo, negando la existencia de diversidad y desacuerdos en el seno del pueblo en nombre de una unidad política decretada, y asumida de manera tutelada y disciplinaria.

Como diría Gramsci, mantener la separación entre gobernantes y gobernados como un “hecho natural” es asumir una postura conservadora, aun si se habla en clave de izquierda y de Estado Revolucionario. Por tanto, el horizonte socialista del Estado consiste en problematizar permanentemente cómo se naturalizan las relaciones de hegemonía y subalternidad en un campo de relaciones sociales. Subvertir esta falsa naturaleza es precisamente el acontecimiento revolucionario.