A propósito de Brasil: ¿Érase una vez la democracia?

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Luis Salas Rodriguez | 

Siempre ha sido materia de debate entre cientistas sociales lo de la convivencia entre capitalismo y democracia. De un lado se ha planteado que entre uno y otra existe una correspondencia natural, en el sentido en que cada cual puede desarrollarse mejor junto al otro. Es el conocido relato según el cual su vida en común puede llegar a alcanzar una auténtica simbiosis muy provechosa para la sociedad, haciéndola más libre, próspera y justa. La tesis según la cual la libertad política colectiva no se puede materializar sin libertad económica individual y viceversa.

Sin embargo, no han sido pocos los que han observado que este matrimonio perfecto puede en realidad tratarse de uno por conveniencia. Por solo nombrar algunos de los más recientes, tenemos los casos de Thomas Piketty y Ulrich Beck, quienes sin estar ubicados a la izquierda del panorama político actual, han insistido en cómo el empeoramiento de la desigualdad y las injusticias es un resultado inevitable del capitalismo de libre mercado, en el caso del primero, o planteado abiertamente que la dicotomía actual es entre capitalismo o libertad, en el caso del segundo, pues la fuerza de los hechos lleva a que ambas cuestiones marchen en dirección inversamente proporcionales. Incluso desde una política de centro, el último premio Nobel de Economía Augus Deaton en trabajos como Rising morbidity and mortality in midlife among white non-Hispanic Americans in the 21st century, ha mostrado cómo las dosis aceleradas de capitalismo neoliberal padecidas por la sociedad norteamericana en la última década, no se han traducido ni en mayor libertad ni mejor calidad de vida: por el contrario, al ritmo que se administra aquella, la pobreza, la incertidumbre individual, el no establecimiento de lazos conyugales y el rompimiento de los existentes aumentan, como también lo hacen la no escolaridad, el desempleo, el empleo precario, la drogadicción y los suicidios.

Pero si algo en común tienen estos autores, es que todos a su modo plantean la vieja dicotomía entre “más Estado o más Mercado” para abordar el problema, en el sentido en que denuncian que la desaparición del primero en manos del segundo se hace sacrificando a quienes son más vulnerables en la sociedad. Y esto es verdad. Sin embargo, este enfoque puede que resulte estrecho para entender lo que en realidad estamos viendo aparecer sombríamente en el horizonte de mano de las nuevas fuerzas de los señores del Mercado y las corporaciones: y es la instauración de poderosos Estados cuya función no es desaparecer como plateaban los neoliberales de primer generación, sino, muy por el contrario, hacerse más fuerte, como sustento de un orden social que marcha aceleradamente hacia la desintegración, pues tiene como base consustancial y no como accidente la exclusión de las grandes mayorías –tanto de la repartición de las riquezas como de hecho de cualquier tipo de decisión política importante.

En marzo del año pasado murió Lee Kwan Yew, a quien probablemente deba considerársele el pionero del nuevo Estado Autoritario Neoliberal. Kwan Yew asumió la presidencia de Singapur en 1959 por la vía dictatorial. Y desde entonces transformó lo que era un enclave colonial relativamente subdesarrollado y sin recursos naturales en el primer tigre asiático que conoció el mundo. Fue justamente a Singapur adonde viajó Deng Xiaoping en 1978 antes de poner en práctica sus reformas económicas en China.

La tesis principal del sistema político de autoritarismo de Mercado instaurado por Lee, surge del criterio de que los valores de orden y jerarquía son tan válidos para una sociedad como los de igualdad. Pero aún más: de que el autoritarismo puede de hecho beneficiar el crecimiento económico pues por esa vía se asegura que los más “eficientes” puedan llevar la delantera. En pocas líneas, lo que hicieron Lee y sus ideólogos, fue sustituir el contenido democrático que la tradición occidental arrastraba desde Grecia, por una lectura bastante particular de los valores tradicionales asiáticos que, en países sumamente estratificados como la India o la propia China, resultaron muy funcionales. Así las cosas, la democracia por esa vía dejó de ser consustancial al capitalismo de última generación, cuando se “entendió” que éste podía funcionar mejor sin la molesta y siempre tensionante disputa igualitaria. Lo que había que garantizarse era la presencia de Estados muy fuertes y autoritarios que ayudaran a instaurar y conservar el nuevo orden de cosas. Para forzar un poco el argumento, digamos que se trata del modo de producción asiático del siglo XXI.

Pero a tenor de cómo marchan las cosas en el mundo, podemos sospechar que este nuevo modo de producción capitalista que hace superflua la democracia y el papel de las mayorías, tiende a hacerse cada vez más global. Veamos sino el caso de Grecia, cuya población fue sometida a lo que a todas luces fue un golpe de Estado por parte de unos poderes financieros (la famosa troika: FMI, BCE, UE) que no escatimaron medios para torcerle su decisión soberana, una versión más intensa de lo que en líneas generales ocurre en Europa, donde la crisis económica y la paranoia terrorista-migratoria se complementan para suspender cada vez más el orden democrático.

¿Y no es esto mismo lo que pasa en Argentina? Pues parece bastante naif luego de lo visto en los primero días del gobierno de Macri, seguir sosteniendo que los neoliberales de hoy toman en serio lo de la no intervención del Estado. Está visto que no. No solo no se lo toman, sino que se toman muy en serio lo contrario. El gobierno neoliberal de Macri es tan o más interventor en lo económico (y en todas las demás materias) que lo que fueron los gobiernos progresistas de Néstor, Cristina, el del Comandante Chávez o lo que actualmente son los de Maduro, Evo o Correa (recurrente –y ahora sabemos que cínicamente– acusados de ser dictaduras). Sin embargo, esta intervención no es al mismo estilo ni con los mismos propósitos, sino más bien al modo de otros gobiernos de la región como el chileno o el colombiano: no a favor de las grandes mayorías nacionales, en el ánimo de limitar los abusos de los grandes sobre los chicos, superar las desigualdades, distribuir mejor la riqueza o democratizar el aparato productivo. Es exactamente al revés: intervienen para garantizar que nada de lo anterior ocurra. Actúan en perjuicio de las mayorías nacionales y a favor de las minorías pudientes, intervienen para garantizar que los más grandes abusen mejor de los más chicos, para ahondar las desigualdades y procurar una mayor concentración de la riqueza.

En el capitalismo autoritario contra la democracia, el ideólogo de derecha Ivan Krastev hace algunas reflexiones sobre lo que está ocurriendo en las democracias occidentales. Refiriéndose a la tesis de Fukuyama sobre el fin de la historia, asegura que no es ese fin al que estamos asistiendo sino al de Occidente tal como se lo conoce, y específicamente, al de la fórmula libre mercado + democracia liberal + Estado de Bienestar. Para Krastev lo que tenemos hoy es un capitalismo no solo menos preocupado por la desigualdad sino que se siente cómodo dentro de la misma y además la promueve como valor. El capitalismo de una élite global que sobrevuela las sociedades sin tocarlas, sin fronteras, sin ideología y desconectada emocionalmente de la ciudadanía. Entre esa élite global y la ciudadanía cada vez se requiere menos la mediación de un pacto social. Son élites que no dependen ni necesitan de democracia para existir, sino de su propio poder corporativo aliado con el de los Estados cuando no de elementos paralelos de control social (paramilitares, parapoliciales, paraeconómicos, parajuciciales, etc).

Lo que acaba de ocurrir en Brasil este fin de semana parece confirmar esta especie: un gobierno que llegó al poder con 54 millones de votos ciudadanos, es sustituido por el de 367 diputados. Diputados que cuentan claramente con el respaldo de los emporios mediáticos, de las cámaras empresariales y financieras (por lo demás, y dicho sea de paso, altamente beneficiadas de las políticas del Partido de los Trabajadores en la última década), de los terratenientes asesinos de campesinos, del Tribunal Federal y unos cuerpos policiales herederos de la última dictadura. Diputados reunidos en una Cámara presidida por un sujeto –Eduardo Cunha– involucrado él mismo en investigaciones por crímenes diversos incluyendo cuentas ocultas en guaridas fiscales (porque eso es lo que son: no paraísos).

En un excelente artículo publicado por el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica, Alejandro Fierro planteaba que la derecha oposicionista venezolana hace agonizar a Montesquieu y su delicada teoría sobre la separación y el control de los poderes del Estado desde su actual trinchera en la Asamblea Nacional. Pues bien, la brasileña la mató desde el Congreso definitivamente, como hace no mucho se hizo en Paraguay. Pero no solo han asesinado a Montesquieu, sino a toda la tradición democrática desde los griegos en adelante. Lo más peligroso, sin embargo, es que no parece un hecho excepcional. Puede que sea la nueva norma de la gobernabilidad global: la de un capitalismo autoritario sin mediaciones, flotando sobre el consentimiento de la banalidad mediática, una clase política decadente a más no poder y un fascismo difuso pero no por ello menos cruel. Es el gobierno de los pocos, por los pocos, para los pocos.

– Luis Salas Rodríguez/CELAG- @salasrluis76

Fuente: http://www.celag.org/a-proposito-de-brasil-erase-una-vez-la-democracia-por-luis-salas-rodriguez/