Adiós a John Berger, novelista, dramaturgo y poeta, crítico del capitalismo


Carlos Paul|

El novelista, dramaturgo, guionista, poeta, crítico de arte y pintor inglés John Berger (Londres, 1926) falleció el 2 de enero, a los 90 años, en París. Si bien llevaba una semana en condición crítica, su hijo Yves compartió con La Jornada que su padre falleció de manera tranquila y amorosa. Murió en paz.

Autor de Con la esperanza entre los dientes, Sobre las propiedades del retrato fotográfico, Esa belleza, Como crece una pluma, A Painter of Our Time, The Foot of Clive, To the Wedding y King, entre otros, John Berger es uno de los referentes intelectuales de la cultura contemporánea más relevantes, además de crítico vehemente del capitalismo.

Entre sus obras más conocidas están G., ganadora del prestigioso Booker Prize en 1972, y el ensayo titulado Modos de ver, texto de referencia básica para la historia del arte, que ayudó a transformar la forma de percibirla de toda una generación.

Observador, polémico, curioso

Dotado de una capacidad de observación sorprendente, polémico, creativo, curioso y versátil, a los 16 años se escapó de la St. Edward’s School, de Oxford, decidido a estudiar arte y ver mujeres desnudas. Obtuvo una beca para estudiar en la Central School of Art de Londres. Pocos años después se enroló en el ejército británico, donde sirvió entre 1944 y 1946.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, retomó sus estudios en la Escuela de Arte Chelsea, también becado, esta vez por el ejército. Entre 1948 y 1955 impartió clases de dibujo en la misma escuela donde Henry Moore enseñaba escultura. Durante ese periodo se vinculó con el partido comunista británico y empezó a publicar artículos en el Tribune, bajo la estricta supervisión de George Orwell.

En 1951 comenzó un periodo de colaboración con la revista New Statesman, la cual duró 10 años y en la que se reveló como crítico de arte. En 1960 se publicó Permanent Red, volumen que recoge una selección de los artículos publicados en New Statesman.

A los 30 años decidió dejar de pintar para dedicarse completamente a la escritura, no porque, según sus palabras, dudara de su talento de pintor, sino porque la urgencia de la situación política en la que vivía (en plena guerra fría) parecía requerir su pluma. En esos años decidió emigrar de manera voluntaria a una granja remota en los Alpes franceses, donde vivió muchos años.

En 1972 la BBC transmitió una serie de televisión que fue acompañada por la publicación de su libro Modos de ver, el cual se convirtió en libro de texto en las escuelas británicas. Ese año, Berger ganó el prestigioso Booker Prize por su novela G. Su decisión de donar la mitad del monto del premio a las Panteras Negras británicas provocó revuelo, ya que, según expresó: Es el movimiento negro con la pespectiva socialista y revolucionaria con la que estoy más de acuerdo en este país.

A lo largo de los años 80, Berger publicó la excepcional trilogía De sus fatigas, en la que trabajó durante 15 años y en la que aborda los cambios que se experimentan al pasar de la vida rural a la urbana.

Sin participar en sus filas, pero de pensamiento marxista, Berger se encontraba cerca del Partido Comunista. Era una figura que hablaba en mítines y daba conferencias. En 1954 explicó cómo tomó esa ruta en una carta a sus críticos: Lejos de que la política me haya arrastrado al arte, es el arte el que me ha arrastrado a la política.

Como artista y pensador, la vastedad de su obra tiene como premisa buscar sentido a la existencia, en la infinidad de encrucijadas que una vida contiene y que van de lo íntimo y creativo a los más social y político, apuntó Ramón Vera Herrera, traductor de algunos de sus artículos y obras.

Dotado de una capacidad de observación sorprendente, su obra es fruto de ella. Es producto de la experiencia. Escribe una vez que el silencio que necesita ser llenado encuentra espacio en su mente. Construye sus relatos como si fueran visibles, opina Luis Hernández Navarro.

Berger publicó su primera novela en 1958, Un pintor en nuestro tiempo, nacida de su convivencia con un grupo de refugiados políticos del fascismo. El libro aborda los dilemas de la relación entre arte y política, de la que el autor se ocupó en sus primeros escritos.

Berger publicó más de 60 libros, entre novelas, poemarios, ensayos, guiones de cine, cuentos y teatro. Sus colaboraciones se han publicado en varios periódicos a escala internacional, entre ellos La Jornada.

Al momento de su fallecimiento Berger vivía en Antony, un suburbio de París. John Berger quedó viudo en 2013 de Beverly Bancroft, editora de Penguin Books, a quien conoció en 1970, cuando preparaba Modos de ver.

La pareja tuvo tres hijos: Jacob, director cinematográfico; Katya, escritora y crítica de cine, e Yves, artista. Berger dedicó a su esposa el libro Rondó para Beverly, con dibujos de él mismo y de su hijo Yves.

Rechazo al mundo que el capitalismo impone

Con la esperanza entre los dientes es el título del libro del autor británico que se difundió primero en castellano y luego en inglés.

Publicado por La Jornada Ediciones y Editorial Itaca, el volumen contiene textos que ayudan a entender los caminos y los saberes propuestos por culturas, colectivos y personas que rechazan el mundo que el capitalismo nos impone, explicó Vera Herrera. Aunque los textos son reflejo y alumbran el oscuro periodo histórico que atravesamos, no es un libro pesimista.

En charla con Vera Herrera (La Jornada, 1/3/07), Berger dijo sentir cierto orgullo de que algo de lo que tenga que decir los alcance allá en México; que algo de lo que diga sea relevante, pese a la distancia.

Aquí, algunas de las ideas de Berger en torno a la diferencia entre esperanza y optimismo, compartir y resistir.

Hoy, en Europa, la gente habla de optimismo y pesimismo. El optimismo es un cálculo, hecho a la luz de datos compilados. Es lo que hacen los inversionistas. Como lo suyo es un cálculo, si no es cínico, por lo menos es escéptico. La esperanza es algo muy diferente. Es una respuesta hecha en la oscuridad. ¿A qué?, no estoy seguro de que podamos saberlo, pero es una respuesta hecha a oscuras. Vivimos tiempos oscuros, pero tal vez se nos olvida que muchas otras épocas han sido oscuras, lo cual no ha extinguido todas las luces. Éstas continúan.

Para Berger, el verdadero compartir ocurre cuando hay muy poco. Y ese verdadero compartir no implica compartir únicamente los pocos o pequeños pedazos de algo compartible. Lo que en el fondo se comparte es el mismo acto de compartir, lo cual es de enorme valor humano. Junto con compartir lo escaso, lo frugal, llega también la posibilidad de compartir decisiones. Compartir las decisiones es un acto político. No es la política de los partidos. Tampoco es la política como se entiende normalmente, con toda la engañifa de las elecciones, algo que prosigue. Hablamos del corazón de la política. Y, por supuesto, los zapatistas entienden esto muy bien.

Sobre la resistencia destacó: Resistimos cuando nos negamos a juzgarnos con los criterios de nuestros opresores. Cuando rechazamos los valores de la manipulación. Cuando rechazamos no sólo los términos de nuestros opresores, sino la historia como ellos la cuentan. Debemos recordar que la peor ocupación es tener invadidos el espíritu y el pensamiento.

Anexo 1

Dónde hallar nuestro hogar

John Berger| Alguien pregunta: ¿todavía eres marxista? Nunca ha sido tan extensa como hoy la devastación ocasionada por la búsqueda de la ganancia, según la define el capitalismo. Casi todo mundo lo sabe. Cómo entonces es posible no hacerle caso a Marx, quien profetizó y analizó tal devastación. La respuesta sería que la gente, mucha gente, ha perdido sus coordenadas políticas. Sin mapa alguno, no saben adónde se dirigen.

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Todos los días, la gente sigue señales que apuntan a algún sitio que no es su hogar, sino a un destino elegido. Señales carreteras, señales de embarque en algún aeropuerto, avisos en las terminales. Algunos hacen sus viajes por placer, otros por negocios, muchos motivados por la pérdida o la desesperación. Al llegar, terminan por darse cuenta de que no están en el sitio indicado por las señales que siguieron. Donde se encuentran tiene la latitud, la longitud, el tiempo local y la moneda correctos, y no obstante, no tiene la gravedad específica del destino que escogieron.

Se hallan junto al lugar al que escogieron llegar. La distancia que los separa de éste es incalculable. Puede ser únicamente la anchura de un vía pública, puede estar a un mundo de distancia. El sitio ha perdido lo que lo convertía en un destino. Ha perdido su territorio de experiencia.

Algunas veces algunos cuantos de estos viajeros emprenden un viaje privado y hallan el lugar que anhelaban alcanzar, que a veces es más rudo de lo que imaginaban, aunque lo descubren con alivio sin límites. Muchos nunca lo logran. Aceptan los signos que siguieron y es como si no viajaran, como si se quedaran siempre donde ya estaban.

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Voy bajando las escaleras de una estación del Metro para tomar la línea B. Está repleto aquí. ¿Dónde estás tú? ¿De veras? ¿Y cómo está el clima? Ya me tengo que subir al tren, luego te hablo…

De las miles de millones de conversaciones por telefonía móvil que ocurren cada hora en las ciudades y suburbios del mundo, la mayoría, sean privadas o de negocios, comienzan con una declaración del paradero o ubicación aproximada de quien llama. La gente necesita de inmediato identificar con precisión dónde se encuentra. Es como si estuvieran perseguidos por la duda de que tal vez no estén en ninguna parte. Circundados por tantas abstracciones, tienen que inventar y compartir su localización transitoria.

Hace más de 30 años Guy Debord escribió proféticamente: La acumulación de bienes de consumo producidos masivamente para el espacio abstracto del mercado, así como aplastó todas las barreras regionales y legales, y todas las restricciones corporativas de la Edad Media que mantenían la calidad de la producción artesanal, también destruyó la autonomía y la cualidad de los lugares.

El término clave del caos global actual es la dislocación, o la relocalización. Esto no se refiere únicamente a la práctica de mover la producción adonde quiera que la mano de obra sea más barata, y las regulaciones, mínimas.

Contiene también el sueño demente de salirse de margen, propio del nuevo poder en funciones: el sueño de minar el estatus y confianza de todos los lugares fijos previos, de tal manera que el mundo entero sea un solo mercado fluido.

El consumidor es esencialmente alguien que se siente perdido (o a quien se le hace sentir perdido) a menos que consuma. Las marcas y logotipos de las mercancías son el sitio que nombra esa ninguna parte.

Otros signos que anuncian la Libertad y la Democracia, términos robados de periodos históricos previos, se usan también para confundir. En el pasado, fue una táctica común de quienes defendían su tierra natal contra los invasores cambiar las señales camineras para que una que indicaba Zaragoza apuntara en la dirección opuesta hacia Burgos. Hoy no son quienes se defienden, sino los invasores extranjeros los que invierten los signos para confundir a las poblaciones locales, para confundirlas acerca de quién gobierna a quién, acerca de la naturaleza de la felicidad, del alcance del quebranto o de donde ha de hallarse la eternidad. El propósito de estas direcciones falseadas es persuadir a la gente de que ser un cliente es la salvación última.
Sin embargo, a los clientes los define el sitio de su salida y su pago, no dónde viven y mueren.

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A un kilómetro de donde escribo hay un campo donde pastan cuatro burros, dos hembras y dos burritos. Son de una especie particularmente pequeña. Cuando las madres aguzan sus orejas ribeteadas de negro, me llegan a la altura del mentón. Los burritos, de unas cuantas semanas de edad, son del tamaño de unos perros terrier grandes, con la diferencia de que sus cabezas son casi tan grandes como sus costados.

Me brinco la barda y me siento en el campo apoyando la espalda en el tronco de un manzano. Ya tienen sus rutas propias por todo el campo y pasan por debajo de ramas tan bajas que yo tendría que ir a gatas. Me observan. Hay dos áreas donde no hay pasto alguno, sólo tierra rojiza, y es en uno de estos anillos adonde vienen varias veces al día a rodarse sobre su lomo. Primero las madres, luego los burritos. Éstos tienen ya una franja negra en el lomo.

Ahora se aproximan. El olor de los burros y el salvado, no el de los caballos, que es más discreto. Las madres rozan mi cabeza con sus quijadas. Son blancos sus hocicos. Alrededor de sus ojos hay moscas, mucho más agitadas que sus propias miradas interrogantes.

Cuando se quedan a la sombra, en el lindero del bosque, las moscas se marchan y pueden quedarse casi inmóviles por media hora. En la sombra del medio día, el tiempo se alenta. Cuando uno de los burritos mama (la leche de burra es la más semejante a la humana), las orejas de la madre se echan atrás y apuntan a la cola.

Rodeado por los cuatro burros en la luz del día, mi atención se fija en sus patas, dieciséis de ellas. Son esbeltas, contundentes, contienen concentración, seguridad. (Las patas de los caballos parecen histéricas en comparación.). Estas son patas para cruzar montañas que ningún caballo se atrevería, patas para soportar cargas inimaginables si se consideran tan sólo las rodillas, las espinillas, las cernejas, los jarretes, las canillas, los cuartos, las pezuñas. Patas de burro.

Deambulan, con la cabeza baja, pastando, mientras sus orejas no se pierden de nada; los observo, con sus ojos cubiertos de piel. En nuestros intercambios, tal como ocurren, en la compañía de mediodía que nos ofrecemos ellos y yo, hay un sustrato de algo que sólo puedo describir como gratitud. Cuatro burros en un campo, mes de junio, año 2005.

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Sí, entre otras muchas cosas sigo siendo marxista.

Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2017/01/03/opinion/004a1pol. Traducción: Ramón Vera Herrera para el número 98 (junio de 2005) del suplemento Ojarasca