Un tipo de hechizo: política y devaluación

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Luis Salas Rodríguez|

La palabra fetiche deriva del portugués “feitiço”, que significa “hechizo”. Y la definición más común de fetichismo, la que sale en el DRAE y en los textos de consulta, reza que se trata de una forma de creencia o culto consistente en otorgar a ciertos objetos como poseedores de poderes mágicos o sobrenaturales. En principio, se supone que el fetichismo es propio del pensamiento primitivo o mágico religioso. Sin embargo, lo que la experiencia ha demostrado es que los mundos modernos y postmodernos no lo dejaron atrás, simplemente reemplazaron los viejos objetos de fetiche por otros nuevos.

 Freud, por ejemplo, dirá que el fetichismo consiste en la sustitución que se hace de un todo (un cuerpo, una persona) por una parte (un pie, una prenda, etc.,). Y en tal sentido lo ubica como un componente (perverso, dirá él) del desarrollo de la sexualidad y la personalidad. Ahora bien, será Marx quien le de a la idea un alcance más amplio. Eso cuando dijo que dentro del mundo moderno capitalista, las relaciones entre las personas y de las personas con los objetos-mercancías se vuelven fantasmagóricas, aparentando tener una voluntad independiente de estos lo cual significa que las cosas (las mercancías) asumirían el papel subjetivo que corresponde a las personas.

 Aunque la teoría económica presuma ser una suerte de física en cuanto a su aparente rigurosidad y exactitud cientificista, no parece ser el caso tampoco que esté exenta de fetichismos. Paul Krugman, Nobel de Economía 2008, dice a este respecto, que la austeridad y las políticas de ajuste forman parte del repertorio fetichista de los economistas de las corrientes convencionales dominantes, en la medida que de manera cuasi religiosa, políticos y expertos le otorgan unos atributos mágicos que cualquier persona medianamente objetiva y sensata sabe que no tienen. Lo mismo puede decirse de muchas otras ideas fetiche de los economistas, siendo tal vez la más fantástica de todas, desde luego, aquella según la cual los mercados son capaces de regularse así mismos y regular de paso a toda la sociedad, solo si se deja a su “mano invisible” actuar libremente.

 Pero dentro de ese baúl de ideas fetiche que todo economista convencional de derecha pero que también, de un tiempo a esta parte, comparten con una buena cantidad de economistas de “izquierda”, destaca una que en el caso latinoamericano en el último par de años ha cobrado repentina centralidad. Se trata de aquella según la cual todos los problemas de nuestras economías devienen de los desequilibrios cambiarios, desequilibrios que se arreglan por tanto devaluando sus monedas a su tipo de cambio real óptimo, que no es otro que el que fija el “libre mercado” (es decir: la mano invisible), arreglo que, de paso, tiene la virtud de hacer más competitivas a nuestras economías. O como quien dice utilizando una metáfora beisbolera: les da músculo para entrar a competir en las Grandes Ligas del comercio internacional.

 Ahora bien, como suele pasar en estos casos, es la propia realidad la que se encarga de echar por tierra la falsa envuelta en este fetichismo. Y es que de ser cierta la fórmula, hace rato que las latinoamericanas fuesen economías ultracompetitivas, esto si tomamos en cuenta todas las veces que se ha devaluado las monedas en nuestros países al menos durante los últimos 40 años sin que este efecto se produzca.

A todas estas, no hay que ser un economista muy competente para saber que las devaluaciones en economías como las nuestras pueden, ciertamente, mejorar en lo inmediato el resultado de las balanzas comerciales a través de la reducción de las importaciones. Pero este efecto sería efímero y una mera ilusión monetaria, pues el aumento de los costos de los insumos y bienes que obligatoriamente hay que importar actuaría en la dirección contraria. Todo eso sin contar tres factores adicionales: por un lado, que la contracción del consumo generada por el inevitable traslado a los precios relativos internos de la devaluación, implica una caída de las ventas y por tanto de la recaudación, lo cual termina por traducirse en aumento y no una disminución del déficit fiscal. Dos, que la contracción del mercado interno implica una disminución de las expectativas de venta por parte de los posibles inversores productivos internacionales, los cuales, en consecuencia, no acuden en masa al llamado a aumentar la producción pues, ¿quién aumentaría la producción en un contexto de caída del consumo? Y el tercer y último aunque no menos importante, es que en un contexto mundial que actualmente es de contracción global del comercio, menos esperanza que de costumbre cabe depositar en nuestros sectores privados por término medio poco eficientes, tecnológicamente atrasados y con poca vocación para las luchas de mercado reales (acostumbrados como están al abuso de las posiciones concentradas y la apropiación rentística), los cuales, se supone en teorías, serían los llamados a aprovechar el envión competitivo dado por las devaluaciones. ¿Para qué sirve entonces una devaluación?

Así las cosas, si la experiencia demuestra que las devaluaciones no sirven para ninguno de los fines manifiestos que se asegura tienen (si tenemos dudas al respecto, preguntémosle a Macri o su flamante ministro de economía), ¿para qué cosas sirve entonces? Pues puede que sirva exactamente para provocar los efectos contractivos y precarizadores que en la práctica consigue, solo que en lugar de estos se terminan esgrimiendo una serie de supuestos objetivos aparentes con los cuales los expertos, políticos y el sentido común mediatizado terminan desarrollando una relación fetichista por un problema básico de pudor y cintura política. Y no lo digo porque se lo haya escuchado decir a Chávez o a Perón ni a ni ningún economista populista de esos que no sabe nada de las leyes del mercado, sino nada menos que a Ludwig von Mises, gurú y guía intelectual-espiritual de todos los neoliberales incluyendo a Friedman, en su Opus Magnum de 1949 titulada La Acción Humana.

 En efecto, von Mises comienza su análisis Los Objetivos de la devaluación de divisas, capítulo 31 de La Acción Humana comentando como hasta 1929, año en que comienza la Gran Depresión, los sindicatos habían venido mejorando su participación sobre los ingresos nacionales en razón de la mejoría de sus salarios reales, situación que no solo se daba en Austria y Alemania, sino que venía siendo la media en todo el continente europeo. Dicha situación “anómala”, venía haciendo peligrar las tasas de ganancia de los capitalistas, quienes como único recurso apelaban al despido, buscando por esta vía disminuir el peso de los salarios sobre las ganancias de capital.

 Pero el problema con los despidos, explica Mises, es que generaban un problema político de gobernabilidad: y es que la masa creciente de desempleados se transformaba inmediatamente en una masa creciente de malestar acumulado, lo que en sus palabras claramente constituía una “amenaza a la paz interior”. Los gobernantes estaban al tanto de esto, pero no podían hacer mucho pues los capitalistas no estaban dispuestos a seguir sacrificando sus ganancias, al tiempo que los sindicatos no estaban dispuestos a sacrificar sus salarios ni mucho menos seguir cediendo en sus empleos. Hasta que a alguien se le ocurrió recurrir a una vieja idea:

 “En esta situación los asustados gobernantes pensaron en un recurso recomendado desde hacía mucho por los doctrinarios inflacionistas. Como los sindicatos protestaban ante la posibilidad un ajuste de los salarios, decidieron ajustar la relación monetaria y los precios de los productos a la altura de los niveles salariales. Tal y como plantearon el asunto, no eran los niveles salariales los que estaban demasiado altos: era su propia unidad monetaria nacional estaba sobrevalorada en términos de oro y cambio de moneda y tenía que reajustarse. De esta manera, la devaluación era la solución.

 Los objetivos de la devaluación eran:

  1. Preservar el nivel de los salarios nominales o incluso crear las condiciones requeridas para su posterior aumento, mientras que los niveles salariales reales deberían más bien hundirse.
  2. Hacer que los precios de los productos, especialmente los agrícolas y ganaderos, aumenten en términos de moneda nacional o, al menos, impedir que caigan más.

  3. Favorecer a los deudores a costa de los acreedores.

  4. Estimular las exportaciones y reducir las importaciones.

  5. Atraer a más turistas extranjeros y hacer más caro (en términos de moneda local) que los propios ciudadanos del país visiten el extranjero.

Pero aquí es donde viene la mejor parte: “Sin embargo, ni los gobiernos ni los defensores de su política eran lo suficientemente francos como para admitir abiertamente que uno de los principales propósitos de la devaluación era una reducción del nivel de los salarios reales. Preferían en su mayor parte describir el objetivo de la devaluación como la eliminación de un supuesto “desequilibrio fundamental” entre el “nivel” nacional e internacional de los precios. Hablaban de la necesidad de rebajar los costes internos de producción. Pero ansiaban no mencionar que uno de los dos costes que esperaban rebajar por la devaluación eran los salarios reales, siendo el otro el interés estipulado en las deudas empresariales a largo plazo y el principal de dichas deudas.”

 Decía Marx que los hombres reproducen la ideología capitalista porque de alguna manera están envueltos en un embrujo que los lleva a hacerlo sin saberlo. Eso es verdad. Pero también es verdad como dicen Sloterdijk y Zizek que existen aquellos que lo saben pero igual lo hacen. ¿Cuál de los dos bandos acaparará la mayor cantidad de profetas de la devaluación: el de los fetichistas ingenuos o el de los cínicos?